Aunque resulte fácil hablar de tragedia humanitaria en Irak transcurridos ya más de tres años desde la invasión del país por las fuerzas militares de EEUU y Gran Bretaña, no es tan fácil permanecer indiferente ante la incesante cascada, que no goteo, de muertes que este conflicto provoca diariamente. Ayer, un día más en los boletines bélicos de los ocupantes, al menos perecieron medio centenar de sunitas acribillados en un barrio de Bagdad; poco después, un doble atentado con coches-bomba dejaba una veintena de cadáveres a las puertas de una mezquita chiíta en otra zona de la capital. El balance de víctimas, de detenidos, torturados, deportados o exiliados crece sin cesar mientras en los despachos de las potencias continúa creciendo el resultado de «beneficios» económicos que la maquinaria bélica extrae de la sangre derramada por el pueblo iraquí.

Transcurrido un mes de la ejecución del líder de la sección iraquí de Al-Qaeda, Mussab al- Zarqawi, el «mediático triunfo» con el que Washington quiso marcar un antes y un después en el desarrollo de la guerra, nada ha cambiado en Mesopotamia, desgraciadamente. Como poco parece haber cambiado en Afganistán a los cinco años de otra operación similar y con los talibán recuperando la iniciativa frente a los invasores.

Es cierto que, sobre el escenario bélico, EEUU y Gran Bretaña se encuentran más solos desde que otros estados aliados comenzaran a replegar sus simbólicos destacamentos militares en la zona. Tan cierto como que esa «soledad» militar no influye lo más mínimo en la estrategia desarrollada por el entorno de George W. Bush, más preocupado ahora en las próximas elecciones estadounidenses que en encontrar una salida al drama que vive el pueblo iraquí. Por ello, es hora ya de que los mandatarios occidentales, especialmente los representantes de la Unión Europea, atiendan más a lo que piensan sobre esa guerra sus ciudadanas y ciudadanos, y dejen de andarse con tantas contemplaciones diplomáticas al dirigirse al presidente estadounidense. De lo contrario, cada día será más evidente el enorme distanciamiento que se está produciendo entre la ciudadanía y sus supuestos representantes en «el mundo democrático», lo cual no puede reflejar otra cosa que la falta de democracia real en unas instituciones que, precisamente, proclaman su legitimidad popular. -