Cuando alguien se estrena como familar de preso político inicia un largo aprendizaje. Un aprendizaje envuelto en brumas de dolor, de incertidumbre, de enorme cansancio. Es además un aprendizaje que se inicia en un momento dado pero que nunca termina. Al familiar inexperto se le nota enseguida; nervioso junto a la ventanilla, entrega la bolsa con objetos que con toda seguridad serán retenidos en el control inmisericorde del funcionario. Las tijeras de punta redondeada que intentamos pasar en la primera visita, para que nuestro familiar preso pudiera hacer figuras con papeles, daban la medida de nuestra inexperiencia.Luego fueron los hilos de colores para hacer pulseras, los retales de cuero para confeccionar carteras, la depiladora, los CDs, la... y tantas y tantas cosas. Al cabo de algún tiempo comienzas a sospechar que es imposible descubrir el criterio carcelario para aceptar o rechazar los objetos que se pretende hacer llegar al familiar preso. Si te animas a pre- guntar, casi siempre la respuesta será «por seguridad». Y así vas descubriendo que una foto de las fiestas del pueblo contiene cuatro mortíferos filos, que un pañuelico de Sanfermín multiplicado por cien puede facilitar la ascensión por los muros, que una crema protectora bien aplicada permite sumirte por el desagüe, y así...
Claro que a veces no te encuentras tan perspicaz y la prohibición no te parece extraña sino malintencionada y te sientes humillado, y mientras esperas a la visita decides salir al exterior y allí, rodeado de muros, alambradas y torres de vigilancia, tratas de armarte racionalmente para conjurar tanto despropósito.
¿Por qué el progreso de las sociedades precisa del sacrificio sin límites de una parte de sus miembros? ¿En qué lugar del cerebro se alojará el órgano que impide al ser humano aceptar la sumisión? Algunos logros que hoy se encuentran protegidos por leyes: divorcio, homosexualidad, insumisión, identidad de género... hace apenas unos años eran considerados antisociales y defendidos por una minoría cuyas reivindicaciones les llevaba a la cárcel. Cuánto sufrimiento hubiéramos ahorrado a aquellos adelantados si el aparato normalizador hubiera sido sensible al progreso de los individuos organizados en sociedad. ¿Era tan difícil entender esto?
¿Es, asimismo, tan difícil admitir que el desarrollo cultural de un pueblo, el nivel intelectual de sus habitantes, la ilusión colectiva en suma, determinan la necesidad de regirse a sí mismo sin tutelas, al modo que un embarazo no debe prolongarse más de lo debido, siendo lo contrario una monstruosidad? ¿Un pueblo puede soportar cinco siglos de contención de parto?
¿Por qué un partido que se dice laico recurre al «Ordenamiento Jurídico» con la misma devoción que un religioso apela a los evangelios o a la Biblia? Al período negro y teocrático del franquismo con el poder del clero le sucede ese nuevo «clero» socialdemócrata que pone por encima de la razón los títulos de una constitución caduca y aquí nunca aceptada.
«Ya lo dijo Mateo en el capítulo tal, versículo cual», nos aborda por la calle de vez en cuando una pareja de proselitistas. «El artículo tal del título cual de la Constitución», nos predican constantemente los políticos refractarios. ¿Existe, en sustancia, alguna diferencia entre ambos tipos de proposición?
Como valor supremo se invoca la solidaridad. Curiosamente esta solidaridad puede medirse en kilómetros; los que hay entre Irun y Tarifa más ó menos. No, no tiene nada que ver con la condición humana. Pero ¿es que alguien duda de que una comunidad soberana de dos ó tres millones de habitantes gestionaría mucho mejor los flujos migratorios, la política social, la urbanística, la cultural; es decir, alguien duda de que un proyecto moral de convivencia encuentra mejor acomodo en un pueblo de las dimensiones del nuestro?
Se nos llama para conducirnos a los locutorios y acaban las reflexiones. Hay algo a lo que nunca me acostumbro en las visitas; la naturalidad con que los carceleros gestionan lo extaordinario: la negativa a una visita de alguien que se ha desplazado mil kilómetros porque el documento que le acredita como pareja de hecho está encabezado por un «Eusko Jaurlaritza» que dicen no entender aunque sea bilingüe, o el castigo por tres meses sin visita porque interpreta como hostil un gesto de simple contrariedad, o... y el escalofrío: si esto lo hacen con nosotros, ciudadanos sin merma de derechos, ¿qué no harán con nuestros familiares presos?
Ha acabado la visita. Decía al comienzo que el aprendizaje como familiar de preso nunca termina. El funcionario/carcelero, al entregarme la bolsa, me pregunta «¿Por qué quería pasar esta rosa a su hija?». Me ahorro la réplica. Está claro; es por seguridad.-