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Gara > Idatzia > Iritzia > Gaurkoa 2006-11-01
Pablo Antoñana
Cavilaciones

Estos días la iglesia celebra el día de los muertos. Fiesta triste que convida a pensar, aunque sea un instante, en la precariedad de la existencia, coincidiendo, aunque sea de mala gana, con las prédicas de curas de aldea, y otros me ayudan a cavilar. Así caigo en cuenta de lo que me dicen y tienen razón, que mis ojos de mirar son siempre desesperanzados y me invitan, los que me quieren, a sonreír, a poner el catalejo al revés, que me daría una visión alejada, ajena, menos brava y más grata, incitándome a trivializar la realidad, pero no puedo. Quienes desde siglos desembocaron sus sangres en mí, esta vasija perecedera, me han hecho así, y si no está en lo posible mudar la funda del cuerpo, como haría la culebra, mucho menos el alma, la conciencia, el espíritu, llámenlo como quieran, que en él se cobija. Más de una vez se me recomienda el cambio de ojos, pues «qué bello es vivir», si esto no tiene remedio, si siempre ha sido así, pero mucho lo siento, no puedo interpretar a capricho mi alrededor, y juro que querría hacerlo y darles satisfacción, pero me es imposible.

Pasan los días y con lo que oigo, veo y leo, me aportan pasto para concluir que la condición humana es miserable. Ejemplos todos, y están a mano, que se repiten en la historia del hombre sobre la tierra que es la historia de la muerte, y no como hecho natural y biológico, al igual que muere el pájaro, la hierba y la nube imitando al árbol o al mapa que se disipan dejando sólo un rastro de cenizas, un espejismo, o quizá ni eso. Pero no considero aquí la muerte biológica sino la otra provocada por la guerra, el hambre y la pobreza, que es materia nutricia de la historia de la humanidad. Y ante el hecho enigmático, y como paliativo o herramienta de sumisión y obediencia, las religiones positivas han inge- niado liturgias, ritos, músicas, oraciones, jaculatorias, libros devotos como el escrito por Tomás Kempis, o “Preparación para la muerte” de San Alfonso María de Ligorio, o “Pintura de la muerte” del marqués de Caracciolo. Pero yo no hablo de ésa, sino de la provocada por el hombre, bendecida por jefes religiosos, exculpada por los mismos, glorificada por las patrias en uso, y que producida en masa, la recogen los libros escritos por los vencedores, no como crimen de lesa humanidad, sino con alabanza y digna de ser repetida para reparar el «honor» agredido. Ya escribió Saramago: «Más mata la guerra que la muerte», aunque, ya cosa sabida, parece ser la única herramienta en uso para someter a los hombres desde que Caín con la quijada de un buey mató a su hermano, Abel. Y ese mismo día nació la horrible mentira del Bien y el Mal tan grata a las sectas religiosas de tanto arraigo, y al ahora converso George W. Bush, dueño de cielos y tierra en su palacio de Uasintón, que se complace, en alarde pretencioso de hablar sin mediadores con Dios. Y hay que creerle, estamos en sus manos.

Desde la tosca herramienta de matar hombres, invento de Caín, hasta el misil tomahwak que, ciego, impertérrito, vengador (de qué ignorado ultraje) cobardemente llegado desde el aire asesina mujeres, niños, ancianos, sean palestinos, afganos o iraquíes, la historia como cuentan los libros está escrita con sangre de gente masacrada. Cuando aparecieron las armas de fuego, los profesionales de la guerra, con licencia para asesinar sin que tribunal alguno los juzgue, las desdeñaron por creerlas cosa de pusilánimes y cobardes, pues hurtaban el cuerpo a cuerpo, la pica, el sable y la bayoneta. Hoy esto que cuento parecería cosa ridícula, de no haber conocido los bombardeos espeluznantes de las ciudades alemanas arrasadas y sus iglesias convertidas en muñones aún mostrando aquella vergüenza, sin olvidar Nagasaki e Hiroshima, otro atropello. Vivió aquello, y ahora digo, «qué valientes».

Si la historia del hombre es la historia de la guerra, digo de la muerte provocada y bendecida de la que da cuenta los libros, sin sentir vergüenza por ello sino al revés objeto de orgullo y como tal quedó escrito en los cronicones, están justificadas las atrocidades que ya creímos iban a ser cosas del pasado. Para eso se fundó la Organización de las Naciones Unidas. Ninguna guerra más, ninguna. Y nos faltan dedos de las manos y de los pies para contar las que vinieron después. Si el siglo XX fue un siglo convulso, en el cual por motivo de las armas fueron asesinados muchos millones de gente ignorada, que eran nadie, sólo carne de cañón, a lo más soldados cuya guerra no era suya, el siglo XXI, inaugurado con la pretensión de un «nuevo Orden Mundial» pregonado a bombo y platillo, que al día de hoy es pura entelequia, ni siquiera utopía universal. No es creíble.

Y si no, hagamos un repaso de urgencia a los atropellos silenciados o al menos no contados con la veracidad y exactitud fidedigna de lo ocurrido, sin añadiduras, ni tapujos.

­Chechenia. Exterminio, genocidio sin excusas. Se dispara a quemarropa contra una periodista rusa, cuyo nombre no se me quedó, que daba noticias de denuncia sobre el hecho. Putin, nuevo zar, gestor del suministro del 25% de los recursos energéticos de Europa, que además ordena la expulsión de un millón de georgianos de su territorio, es recibido sin repugnancia ni sentir escrúpulos por quienes gobiernan, desgobiernan, la Unión Europea. Quizá se esté cumpliendo uno de los secretos de Fátima, «Rusia se convertirá».

­Y la tortura ejercida con rigor científico para hacer confesar se consiente en todos los estados, democráticos o no, regulada en manuales, quién sabe si no fueron copiados por los de los inquisidores, incluidos los autos de fe, que hoy maneja la CIA, y regulan los tribunales israelíes, olvidando cómo fueron los judíos sometidos a los mismos tormentos. Hipócritas, y convierten la Declaración Universal de los Derechos Humanos en papel mojado, el hombre ahormado a los principios económicos, la ética un adorno, y sin embargo insiste en predicarnos eso que dijo el pálido profeta llamado Jesús de Nazaret, «la verdad os hará libres», «amaos los unos a los otros», parece que nunca fue conseguido. Otro fracaso, pues pudo más la peste de guerra, el odio, la mentira, y la calumnia, de más prestigio que la verdad.

­Y mientras tanto Palestina desasistida, sometida al cerco del hambre y la miseria, hospitales sin medicamentos, los tanques, los helicópteros, los misiles, en rutinaria predicación del terror, aunque el Estado de Israel no es terrorista, sino los palestinos tiroteados con certera puntería. Silencio, y ya estaba profetizado.

En llegando aquí me detengo y me digo si el escribir no es un ejercicio inútil, (escribo para locos y perros callejeros, escribió Woodehouse), un entretenimiento de juntar palabras igualmente inútiles, que disparadas como perdigón de escopeta de aire comprimido no aciertan, no dan en ninguna diana, pues ésta cae lejos, y está empañada por el empeño de hacer conforme eso de, «para vivir tranquilo oír, ver y callar». Añadiría y no leer, pues a más saber, más dolor. -


 
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