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Gara > Idatzia > Iritzia > Gaurkoa 2006-12-01
Pablo Antoñana
Extravíos

Demasiado sé que lo que escriba hoy son extravíos de una cabeza que comienza a extraviarse, devaneos y vaguedades que, de tan obvias, pasan desapercibidas o dejadas a desmano como material inservible para ir por esta vida que es amable aunque vivir sea cruel. Principio mi divagación. Aquellos tiempos, que ya, con el desconcierto mundial, el nuevo orden preconizado como sueño a realizar, un fracaso como todos los sueños que toque la condición humana, no se sabe, tal como van las cosas, si fueron buenos, malos, mejores o peores. La vida reglamentada, las costumbres como trama de hierro imposible de modificar, fosilizadas, las prédicas de clérigos parlanchines, repitiendo palabra a palabra lo que debíamos creer, a ciegas, para conseguir la felicidad y la paz. Si se dudaba y poníamos el dedo en la llaga de la injusticia o el atropello, se nos decía, como alivio o lenitivo, que los ejecutores del daño «en la otra vida lo pagarán». La otra vida, a falta de cosa mejor, era un lugar situado, se suponía, en la vastedad de los cielos, sin delimitar, por tanto sin puntos cardinales, sin geografía concreta, pero que servía, con el sabio suministro dosificado del miedo, para gestionar la conducción de las almas a los paisajes desconocidos del Paraíso Terrenal, esa bella invención. Allí, ante lo precario, escasez, enfermedad, daño injustificado del aquí, se nos prometía sin prueba suficiente un país en el que, al fin, se impartía recta justicia, «los últimos serán los primeros», los «perseguidos por la justicia» recibían rehabilitación, bienaventurados «los pobres de espíritu» también. Ignorábamos que igual pertenecía al credo anarquista, otro cristianismo laico, igualmente imposible, en el que «a cada se le exija según su capacidad, y se le dé según sus necesidades». Se condenaba, nos decían, «al fuego eterno», un remedo de los castigos, torturas, métodos usados por la Inquisición para forzar confesiones, hoy, en los manuales de la policía de todo el mundo. En la lista de réprobos estaba el usurero leonino, el genocida, el soldado asesino, mercenario o no, en la guerra injusta, todas, que dispara bombas napalm, sin que a la sentencia condenatoria del Tribunal Divino hubiese recurso de apelación.

Aun no teniendo constancia de palabra ni por escrito de aquellas supuestas audiencias, se suponía que eran presididas por el Supremo Arquitecto Universal, del que no se sabía absolutamente nada pero que la pintura religiosa lo describía, a tientas y por presunción caprichosa, con iconografía surrealista, de Dalí, con un triángulo isósceles encarcelando un ojo quieto y sin pestañas, como el de res sacrificada y expuesta en la mesa de la carnicería. Y ese mismo ojo presidiendo el tribunal penetraba perforador del alma de quien se apropió y pervirtió, con lenguaje corrupto, la verdad. Ejemplos sobran y en todos se les expulsaba del reino de los cielos y de la presencia de Dios. Nos lo creímos, qué remedio, y entonces nos ponía firmes el general, prohibido pensar, leer, disentir, peligroso dejar de marcar el paso.

Se me ha ido el santo al cielo y no sé adónde quería ir a parar. Sí, ya está, a que me repito, canso y machacón, siempre en el mismo clavo, como la campana de la agonía. Era una campana que daba toque siniestro, al compás pausado y espaciado con morosidad, como cumpliendo el rito fúnebre de la muerte y anunciaba que un parroquiano estaba expirando. Se resistía a sucumbir, no quería irse, y se comunicaba a deudos, amigos y vecinos el trance y que el viaticado había recibido los santos óleos, daba las últimas bocanadas, listo a convertirse en materia inerte y protagonista del espectáculo siniestro de la muerte. El badajo parecía deletrear el nombre del muerto. Los otros toques no tenían igual solemnidad como el de rebato, a fuego, a inundación... éste sí, distinguía si el finado era mortichuelo, hombre o mujer. Esta a modo de digresión, sin pies ni cabeza, es monólogo interior, como se decía en mis tiempos, cuando fui joven, que ya es remoto recuerdo, a modo de desahogo, y descargo de mis incursiones en el mundo de al- rededor, que con ojos poliédricos de mosca, contemplo. Asombrado, asqueado, repito el toque lúgubre de agonía, en que se convierten muchos días mis escritos. Y de veras que lo siento, pero una desazón me inquieta: el hombre no tiene remedio, su condición no es la que se nos dice que fuimos hechos a «imagen y semejanza de Dios», y sí para matar, y las religiones positivas lo admiten, la historia sobrada de ejemplos, la guerra mal necesario, justa a veces, mentira, y ya los romanos escribieron: «si quieres paz prepárate para la guerra». Las grandes riquezas fraguadas con la fabricación de armas, artilugios para asesinar, aunque son asesinatos justificados por el mesiánico afán de expandir la democracia, nueva religión por los confines al planeta. Científicos sesudos no investigan para suprimir el hambre, los pobres sólo para adormecer conciencias, «a los pobres siempre los tendréis con vosotros, a mí no», escrito está en los Evangelios. Los pobres, pasto para ejercer la caridad, ser pobre una vergüenza, castigo de Dios el serlo en el pensamiento calvinista, no saben administrarse.

Así, Mauritania, país riquísimo en fosfatos y pobrísimo en renta per cápita, las sustanciosas utilidades se van a los bancos, los de Francia, que como los otros, ávidos, voraces, en cada balance de fin de año aumentan sus ingresos en un 50%, y encima fanfarronean. Me pregunto a quiénes se lo han quitado. Otro, Guinea Ecuatorial, cuando se organizan elecciones el alcalde del poblado, en la choza de «la palabra», presenta a los adversarios políticos, los muestra como piezas de caza en cautividad y dice a la audiencia, «mírenlos bien, pues si se mueven...», la mano en la garganta en gesto de decapitar o degollar, «les haremos esto». Lo entienden los presentes, sabedores de que viven sobre una gran bolsa de petróleo, explotada por los EEUU de América, capital Uasintón. Y les falta luz eléctrica en las chozas, «cocinas», y bencina para el motocultor o el generador. Mientras tanto Obiang, riquísimo, y los niños de Nepal, acogidos a la atención de una ONG, pasan el tiempo absorbidos con el misterioso encanto de encender y apagar la luz eléctrica, cuyo destino es India, y abren y cierran el grifo como un juego, pues sólo conocen el agua de charca. La tele nos presenta el espectáculo macabro de cuerpos, cadáveres que respiran, comidos por las moscas, pidiéndonos compasión.

Dirá quien llegue hasta aquí que esto es demagogia, quizás lo sea, pero si escribo así, airado, vehemente, es porque algo me quedó de lo dicho por Jesús de Nazaret, «ese pálido predicador de Galilea», cuya figura y mensaje hoy prostituidos, otro Cristo, otro Jesús, otro profeta, otro predicador, otro rostro, que no es el que aprendí. Y se encogerá de hombros, como las cancillerías, los santos pontífices, popes, rabinos, imanes y los intermediarios de otras religiones no censadas, y concluirá: «y qué», cierto, «y qué». La última campanada del toque de agonía la doy por Afganistán, Chechenia, Irak, Palestina, y todos los desheredados de la tierra. Remato con lo oído a un viejecito decir al nieto recién nacido en la cuba: «pobre, no sabes bien a qué mundo has venido». Sermón o no, lo dicho, dicho está. Agur. -


 
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