Un despacho de agencia fechado en Caracas el 7 de noviembre de este año que acaba, informa que Venezuela no quiere Santa Claus ni árboles de Navidad. Ya ven hasta dónde llega el fanatismo antiimperialista de un «zambo» católico como el presidente Chávez. El Gobierno venezolano desea que los motivos alusivos a la Navidad estén inspirados en la tradición venezolana de pesebres o de orna- mento con plantas tropicales. No se prohíbe nada, sólo se orienta.

Desde hace décadas, las celebraciones navideñas en Venezuela combinan las dos tradiciones de pesebre y pino (o nacimiento y abeto, aquí) y los niños reciben regalos el 25 de diciembre tanto del niño Jesús como de San Nicolás (el papá Noel). El ministro de Comunicación, William Lara, explicó que se busca evitar la influencia de «elementos culturales extranjerizantes». El ministro, es obvio, no es responsable de que sus progenitores le pusieran ‘William’ de nombre de pila y no Guillermo (cosa de criollos papanatas), pero sí de asegurar que «esta Navidad no la van a convertir en un Halloween (fiesta de brujas)». Lo celebrarán ­cada quien a su modo­ con villancicos, gaitas y aguinaldos, con el pesebre y la hallaca (tamal), añadió.

Tengo para mí que fue a raíz de la emisión en ETB-2 en los años 80 de la, por otra parte excelente, serie “Roxeanne” (con un impagable John Goodman) que empezaron a surgir, no ya insufribles Vanessas y Jonathans entre vasquitos/as, las, digo, últimas aculturaciones del colonialismo massmediático en la población indígena, nativa o mediopensionista. En especial, el Halloween de los cojones que me ponía malo. Y eso que yo lo pronunciaba bien (véase el título). Me parecía una intromisión indecente en la tradición aborigen. Y no entiendo por qué ya que un servidor es afín al paganismo que supone Halloween, o sea, más dado a la chufla y farra y a las enormidades en que se convierten las navidades a base de descomedidas pitanzas y pantagruélicos ágapes. Pero hay algo que me vence, me supera y me arrebata y ello es el hipnótico «nacimiento», quiero decir la liturgia de colocar las piezas que lo componen y verlo. Puedo estar horas mirándolo, absorto, casi en trance. Es evidente que me transporta a la infancia, esa patria. Y matria. Me veo cogiendo musgo natural de Bengolea y doliéndome al ver la figura de un pastorcillo de yeso roto al desenvolverlo del papel periódico. Lo envolví mal, me sentía culpable. Todavía era católico y no me cagaba en dios (esa oración al revés machadiana).

Lástima este final. Comencé lindo, bonito, y la acabé cagando, o sea, ciscándome en la primera creación del hombre, en Dios y tal. Empecé humano, incluso con lágrima, y acabo, incorregible, en el báratro reservado a los inhumanos del eje del Mal. Ondo pasa! -