Fue una velada de descubrimientos. Incluso el “Rondo” D483 de Schubert, el más popular de los autores del programa, era una pieza inusual de su catálogo, y, a pesar de los buenos modos de Kremer y su orquesta, es comprensible que así sea, porque no se trata, desde luego, de una de sus composiciones más inspiradas. Todo lo contrario que la “Serenata sinfónica” de Erich Wolfgang Korngold, autor que hasta hace unos años prácticamente sólo era recordado por su música para cine, pero cuyo catálogo «serio» está viviendo un auténtico revival en la última década. La “Serenata sinfónica” es una muestra más de su peculiar estilo, que hace uso de un lenguaje armónico a veces verdaderamente tortuoso pero con un resquicio siempre abierto al lirismo más amable. La versión de la Kremerata, esta vez sin director, además de ser absolutamente virtuosa y meditada, supo transmitir esa inquietante sensación de inconformismo galante que transmiten tantas músicas germanas de las primeras décadas del XX, a pesar de que la “Serenata sinfónica”, anacrónicamente, fue compuesta en 1950.

Tan sólo la idea de arrojar en un par de líneas una visión general del estreno de Gubaidulina ya me abruma. Hay tanto y tan complejo que decir de esta música, tantos sentimientos y reflexiones en su interior, que toda la sección de Cultura no sería suficiente para hacerle justicia. Maravillosa. El concierto finalizó con un popurrí de fragmentos relacionados con la primavera. Cosas como la famosa melodía de Vivaldi sonando sobre los ostinatos rítmicos de la “Consagración” de Stravinsky. Divertido, cuando menos, y extremadamente bien tocado por Kremer y su Kremerata Baltica. El tango de Piazzola que se marcaron como final fue excepcional. -

Mikel CHAMIZO