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Karen MARON Corresponsal en Bagdad de Telesur y colaboradora de GARA

Para los iraquíes, la guerra está en su casa, en sus mentes y en sus corazones

ejos está el eco de aquellas masivas manifestaciones que protagonizaron las capitales del mundo contra la guerra de Irak en los días previos al 20 de marzo de 2003. Hoy, esa parte del mundo pregunta con voracidad dónde estallará el próximo conflicto bélico. Mientras, para los iraquíes la guerra está en casa, en sus mentes y en sus corazones. L

Cada jornada constituye un nuevo suplicio. La hora de despertarse está marcada con la explosión del primer coche bomba, que suele producirse tras el primer llamado a la oración desde los minaretes de las mezquitas. Así comienza un nuevo día marcado por la tragedia cotidiana que se manifiesta en los rostros adustos, el andar cansino de los cuerpos, las miradas lúgubres de los adultos y la tristeza prematura de los niños.

Hace cuatro años, se abrió la caja de Pandora y salieron todos los males. La prometida democracia es un recurso discursivo que convence a pocos. En las calles de Bagdad se sigue repitiendo «preferimos a Sadam y no al ocupante». Y esto no lo exculpa de sus atrocidades.

Pero los Martillo de Hierro, Ciclón Ascendente y Ráfaga de Relámpago se multiplican y cobran sus víctimas. Así se han bautizado en estos 48 meses algunas de las operaciones militares contra los iraquíes dirigidas por las fuerzas multinacionales con la anuencia del gobernante de turno, dejando un saldo de más de 600.000 víctimas civiles que nada saben de armas químicas, rutas del petróleo o cuestiones geoestratégicas.

Lo que empezó en 1991

«Es una pregunta difícil. Pero sí, nosotros pensamos que valió la pena», dijo la ex secretaria de Estado estadounidense Madeleine Albright cuando en 1996 le preguntaron sobre la muerte de 500.000 niños en Irak.

Es que esta guerra comenzó el 17 de enero de 1991 con los primeros ataques estadounidenses sobre Irak, causando 200.000 víctimas. El embargo fue el asesino que acechaba silencioso y mataba sin cesar, provocando entre 1991 y 1998, la muerte de medio millón de iraquíes por desnutrición y falta de medicinas. En 2006, las cifras se multiplicaron y el homicida no es el embargo sino la ocupación que los fumiga con armas químicas como el fósforo blanco utilizado en Faluya. Y fumigar no es una palabra elegida arbitrariamente. «Debemos superar etapas militares muy, muy brutales para tratar con esta gente», declaró Rush Limbaugh, consejero de George Bush. «Puede ser que tengamos que utilizar más armas que las convencionales contra estas personas. Es como si quieres deshacerte de vuestras cucarachas con insecticida...». Esas palabras plasman la más terrible cotidianeidad que soportan los iraquíes.

El testimonio de ex marines después de la Operación Furia Fantasma sobre Faluya en noviembre de 2004 revelaron la magnitud del crimen. «Oí la orden de que estuviéramos atentos porque acababan de utilizar fósforo blanco, que quema el cuerpo, derrite la carne hasta los huesos... He visto cuerpos quemados de mujeres y niños... fue un genocidio, un homicidio masivo», manifestó uno de ellos a la RAI. El saldo fueron 36.000 hogares destruidos, junto a más de 60 escuelas y 65 mezquitas.

«Se detectaron nuevos casos de cáncer, sobre todo, en los niños y personas que permanecieron en Faluya durante el ataque. Es probable que hayan recibido grandes dosis de radiación pero nuestra capacidad hospitalaria está saturada», denunció Muhamad Tareq al Darraji, director del Centro de Estudios de Democracia y Derechos Humanos de Faluya. También se utilizaron bombas de fragmentación y armamento convencional revestido con uranio empobrecido. «Faluya, junto con Al Quaim, está viviendo una crisis humanitaria sin precedentes», remarcó.

«Quieren un Irak sin iraquíes», he escuchado repetidamente durante estos años y, a estas alturas, esta idea ya no resulta tan descabellada. Lo demuestran las desapariciones forzadas, los arrestos arbitrarios, los centenares de muertos en circunstancias sospechosas y víctimas causadas por la destrucción del sistema sanitario, la red hidráulica y la devastación de los cultivos agrícolas.

Mi casa, el infierno

«No me interesa el tiempo transcurrido desde la ocupación, me importan las consecuencias», subraya Hakim tras el mostrador de un pequeño negocio en la calle Yafa, frente a la Zona Verde de Bagdad.

«Mire a su alrededor», añade. En la plaza Farduz, en la que el mundo vio caer la estatua de Hussein, el tránsito se vuelve incontrolable. Los agentes encargados de ordenar la circulación no dan abasto y, uno de ellos, ante la «desobediencia» de un conductor no duda ni un segundo en sacar su Glock 9 milímetros con actitud amenazante.

Las calles de la capital viven su propio caos. Los coches se cruzan sin orden y los convoyes militares producen atascos eternos. Ahora, se han tomado la molestia de traducir al árabe la advertencia que figura en la parte trasera de los vehículos de combate Humvee: «Tome distancia o dispararemos».

Es usual escuchar las ráfagas de ametralladoras obligando a la gente, que puede estar hasta dos días a la espera de gasolina, a dispersarse cuando ese bien tan abundante y preciado se termina. Las largas hileras de vehículos, que llegan a ocupar hasta quince calles, se forman para conseguir unos litros de petróleo que escasea como el agua potable, mientras hombres camuflados con pasamontañas y en blancas camionetas gubernamentales o de la nueva Policía iraquí, amenazan a los conductores con sus armas y, a gritos, se abren paso por las atestadas calles de la capital.

Los operativos de seguridad se incrementan y resulta difícil distinguir a los soldados estadounidenses de los nuevos militares iraquíes. Han asumido su actitud, mimetizando la actitud e, incluso, los gestos de los primeros. «Es humillante», declara Nazeh, aunque él pertenece a las nuevas Fuerzas Especiales.

«¿Quieren un Irak sin iraquíes? Pues tendrán que matarnos a todos, porque somos un pueblo orgulloso y no soportaremos más humillaciones», subraya otro ciudadano iraquí.

Lejos del discurso de pacificación y orden, las atalayas de cemento y barricadas ganan más espacio, la reconstrucción es inexistente y la inseguridad es un tema diario. A los cortes de la energía eléctrica cada dos horas, la escasez de agua potable, la falta de medicinas, el crecimiento de la pobreza y la desocupación, se suma la aparición de nuevas enfermedades. Debido a la falta de medios, han aumentado los casos de náuseas, diarrea, cálculos renales, calambres, cólera, tifus y ha aparecido un extraño tipo de hepatitis.

Más de un cuarto de millón de niños están sin vacunar y corren el riesgo de morir por enfermedades que podrían ser evitadas. La frecuencia escolar ha caído en un 65% y el uranio empobrecido ha aumentado los casos de cáncer en un 1.200%

A eso se suma que la ocupación ha hecho retroceder siglos el estado jurídico de las mujeres, se ha destruido el tejido social, económico, sanitario y educativo, se ha aniquilado la cultura y se ha desencadenado una ola de asesinatos ilegales de rebeldes, nacionalistas, opositores a la ocupación y civiles que fueron del Partido Baaz.

La balcanización

El interés por generar una guerra civil es el desafío al que se enfrentan los iraquíes para no caer en la programada balcanización de la sociedad y cultura islámica y árabe. Los sumergen en una ola de atentados en los que se sospecha de la ingerencia de los servicios de inteligencia de Estados Unidos, Gran Bretaña e Israel, agentes árabes o los llamados «locos» azuzados por el Grupo de Operaciones Preventivas Proactivas, el P2OG de Donald Rumsfeld. Antes de su ejecución, el propio Sadam Hussein, que sigue siendo el hombre más amado y odiado, llamó a los iraquíes a que no cayeran en una guerra fraticida que los conduciría a la oscuridad y los sumergiría en ríos de sangre.

Por su parte, el arzobispo latino de Bagdad, monseñor Jean Benjamín Sleiman, ha reconocido que hay serios riesgos de que en Irak estalle una guerra civil. «Vivimos verdaderamente en un país sin reglas. Han vuelto a aparecer con fuerza muchas realidades que parecían muertas, como el tribalismo y el fanatismo», señala mientras los cristianos realizan un éxodo masivo amenazados por los grupos fundamentalistas islámicos.

«Mi madre es sunita y mi padre chiíta», comenta Mohamed, un joven traductor. «Esta guerra que están promocionando es imposible, pues el enfrentamiento comenzaría en nuestras propias casas», destaca. Incide en que la mayoría de las familias están formadas por matrimonios mixtos y que, durante siglos, la convivencia entre las comunidades ha sido pacífica. Pero nadie se siente a salvo.

Cuatro años después de la ocupación, siguen replicando las palabras de desesperación de Hakima ante las puertas de Abu Graib el 2 de mayo de 2004: «Yo les suplico, les ruego a los soldados americanos que me devuelvan a mis hijos. Por favor, no los torturen más». Persiste el recuerdo de Alí -de cuatro años y sin su brazo y pierna izquierda-, mirando a los adultos con ojos que preguntaban por qué había perdido parte de su cuerpo y a doce miembros de su familia bajo el ataque de un avión F16 sobre Faluya.

Se sigue escuchando a Hiba, de 13 años, que quedó mutilada después de que una bomba de racimo impactara sobre su casa en Bagdad durante la invasión. Y a Samir, destruido en cuerpo y alma por soportar tres guerras y un penoso embargo.

«Los iraquíes estamos acostumbrados a todos los males» dice Samir, evocando la guerra contra Irán, el bloqueo y la ocupación. «Tenemos paciencia pero estamos tristes. Ahora sólo esperamos que este tiempo cambie para todos nosotros».

 

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