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Mikel Anton Zarragoitia Director de Asuntos Europeos del Gobierno Vasco

Del Mercado Común a la Unión Europea: 50 años

Cincuenta años de Unión Europea han proporcionado a sus ciudadanos y a sus pueblos el periodo de paz y prosperidad más largo que han conocidoLa propia Unión afronta una importante crisis de identidad que nos hace interrogarnos sobre el modelo a seguir en el futuro del proceso de integración

El 25 de marzo de 1957 se firmó en Roma el Tratado por el que se creaba la CEE o Mercado Común. Hoy, las circunstancias han cambiado: se han ampliado tanto los actores como los objetivos del proyecto europeo; pero el principal de los objetivos, el logro de la paz entre los pueblos de Europa, sigue conservando su vigencia. Tal vez no lleguemos a calibrar suficientemente la importancia del éxito alcanzado en este sentido y, precisamente por ello, demos por segura la irreversibilidad de la paz. Pero hoy, el anhelo de paz y estabilidad exige un enfoque más amplio y no puede limitarse al interior de la Unión, que, por otro lado, cuenta ya con quinientos millones de ciudadanos, pertenecientes a los 27 estados actuales, frente a los seis iniciales.

«Europa no se hizo y tuvimos la guerra» señalaba Robert Schuman (9 de mayo de 1950); pues bien, hoy más que nunca, en un escenario globalizado, debemos hacer Europa mirando hacia el exterior, para que aquella afirmación no vuelva a hacerse realidad. Pero, ¿qué Europa?

Cincuenta años de Unión Europea han proporcionado a sus ciudadanos y a sus pueblos el periodo de paz y prosperidad más lar- go que hayan conocido. La mejora en la calidad de vida de sus ciudadanos es incontestable, y en ello han tenido mucho que ver la creación de un Mercado Unico europeo, incluso con una moneda común y la consolidación de unas instituciones que han desarrollado un método comunitario de gobernanza, amén de otros importantes logros.

Sin embargo, paulatinamente, se ha ido gestando una falta de identificación de los ciudadanos con el proyecto europeo, cuando ellos deberían sentirse los mayores beneficiarios. De hecho, los sondeos reflejan, justa o injustamente, que una gran parte de la ciudadanía, en ocasiones espoleada por la irresponsabilidad de algunos gobernantes, a menudo culpan a la Unión de la mayor parte de sus males.

La propia Unión afronta una importante crisis de identidad que nos hace interrogarnos sobre el modelo o el patrón a seguir en el futuro del proceso de integración. Seguimos debatiendo sobre si Europa debe ser hecha a una o a dos velocidades; o incluso a tres, proponen algunos. Desconocemos si Europa tiene o debe tener límites y, en su caso, cuáles. Incluso, hay quien apuesta por volver a introducir la referencia a las raíces cristianas en el Tratado Constitucional que se apruebe y que, de entrar en vigor, reactivaría el espíritu y la maquinaria europeos gravemente afectados por el rechazo de Francia y Holanda en los referéndum constitucionales.

La Unión debe recuperar la confianza de sus ciudadanos y pueblos. Para ello, se antoja necesario un cambio de actitud en cuanto a la forma de gobernanza. Es necesaria la participación de la ciudadanía; especialmente hoy, cuando la política también es posible fuera de los marcos del Estado Nación clásico o, incluso, de los propios poderes públicos. La Unión debe no sólo coordinar los distintos niveles de poder político, desde los estados hasta los poderes locales pasando por las naciones y regiones integradas hoy en aquéllos, sino también tratar de integrar o coordinar las distintas manifestaciones públicas que se desarrollan desde distintos ámbitos, como la ciencia y la cultura, fomentando una participación activa en ellos. En definitiva, debería desarrollarse plenamente esa nueva gobernanza que la Comisión Europea reclama e intenta liderar.

En todo caso, parece inexcusable que, a corto plazo, la Unión se dote de un nuevo Tratado que permita vencer el bloqueo, estableciendo el sistema de mayorías como norma de procedimiento ordinario que permita superar el dogma de la unanimidad y el consiguiente «derecho de veto».

De esta manera, podremos proseguir con un proceso de integración que reconozca y garantice la diversidad de los pueblos, culturas y lenguas que coexisten en Europa, y que la caracterizan como un activo y no como una rémora. Este proceso integrador debería permitirnos dar respuesta a los retos que, por superar los marcos territoriales, e incluso temporales, que caracterizan la configuración del Estado Nación, requieren la colaboración y el trabajo de todos en distintos niveles. La Unión, esta vez mirando hacia el exterior, debería poder ofrecerse como modelo a las demás áreas político-regionales que seguramente irán configurándose en los próximos años en el mundo, comprometiéndose con el Desarrollo Humano Sostenible y con la defensa escrupulosa de los Derechos Humanos.

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