Francisco Javier MEABE SSD - Justizia eta Bakea
Libertad de expresión y de decisión del pueblo vasco
Cabe preguntarse también: ¿No ha llegado la hora de que, al margen de los ritmos que pretenda marcar ETA, la sociedad vasca pueda decir en libertad, como fruto de un acuerdo, qué quiere para vivir en paz en lo referente a sus relaciones políticas con el Estado español?
El proceso que habría de traer al Pueblo Vasco la paz por el cese de la violencia de ETA y de la normalización jurídico-política lograda mediante la elaboración de un nuevo marco de relación con el Estado español se quebró con el desgraciado atentado de Barajas, del 30 de diciembre de 2006. Sus consecuencias inmediatas fueron la ruptura de toda relación entre el Gobierno español y ETA y la supresión de las relaciones entre los partidos, ya iniciadas con el fin de hallar los acuerdos necesarios para la normalización.
Ante esta realidad, la reacción más generalizada y sensata, que con el tiempo ha venido consolidándose, parece haber sido que, a pesar de haber caído por tierra todas las expectativas puestas en el proceso de pacificación, es impensable aceptar que las cosas deban volver a empezar de cero, como si todo el tiempo transcurrido desde el alto el fuego de ETA no hubiera existido. No creo que pueda caber en la cabeza de nadie que las cosas hayan de volver a ser lo que fueron antes, con una violencia reactivada y con la renuncia, una vez más, a trabajar en paz por una situación jurídico-política que responda a las justas exigencias y deseos del Pueblo Vasco. Pensar lo contrario es reafirmarse en un patético fanatismo difícil de ser entendido.
Desde el punto de vista del logro de la paz, tras el «sin sentido» de Barajas, en el clima necesario de la no violencia de ETA, no parece que haya de excluirse, tampoco ahora, la garantía de esa no violencia como exigencia suficiente. Algo quieren decir las palabras del presidente español cuando afirma que el hecho de no tener «conversaciones» con ETA no significa que no se quiera conocer «cuál es la temperatura» en relación con el tema de la renuncia a la violencia.
Siendo ello así y respetando los ritmos y las garantías que han de asegurar un proceso de esa naturaleza, cabe preguntarse qué es lo que en estos momentos hay que hacer en relación con la otra dimensión del proceso integral de la pacificación, al que se ha venido llamando «normalización». Hay que recordar que una y otra vez por parte de la inmensa mayoría de los ciudadanos y de los grupos políticos y sociales, incluso últimamente también por Batasuna, se repite que la normalización política no debe ser el fruto de un «precio político» que ha de pagarse a ETA. Esto significa que esa normalización, por la vía del un acuerdo mayoritariamente consensuado por la población vasca, no debe ser condicionada por amenazas, exigencias o tutelas de ETA. De lo contrario no sería fácil entender que no se trata de un precio a pagar a ETA y a quienes han luchado con ella. No debe olvidarse la pregunta que muchos de éstos se hacen: «¿Para esto ha merecido luchar y sufrir durante tantos años?». Pero condescender a un planteamiento así significaría que la aceptación de las vías políticas para resolver los problemas políticos no es auténtica, lo que equivaldría a admitir la necesidad de pagar «un precio político».
Cabe plantearse también la pregunta en estos términos: ¿No ha llegado la hora de que, al margen de los ritmos que pretenda marcar ETA, la sociedad vasca pueda decir en libertad, como fruto de un acuerdo mayoritario, qué quiere para vivir en paz en lo que a sus relaciones políticas con el Estado español se refiere? Lo que exigiría garantizar el derecho de libre expresión, en un clima de libertad, de todas las personas y grupos políticos puestos en cuestión por la vigente Ley de Partidos políticos.
La sociedad vasca tiene derecho a pensar libremente y a decidir sobre su futuro, superando las limitaciones que se le pretendan imponer desde factores de coacción distintos de ella misma, sin las limitaciones impuestas por los simplismos formales de «Autodeterminación sí o no», «Constitución sí o no», «Territorialidad así o de otra manera». Nadie tiene derecho a reducir los planteamientos que los vascos pretendemos hacer a esos estrechos límites. Se deben poder hacer otras preguntas. La verdadera libertad política así lo exige. Y exige el derecho a decidir lo que ella, en y para sí misma entiende que es lo mejor. Lo que no debe impedir que quienes crean tener legítimos derechos para plantear y resolver el problema de otra manera puedan también hacerlo.
Todos los individuos y con ellos todos los pueblos tienen el derecho a ser libres para decidir sobre lo que juzguen mejor para sí mismos. Esto en el orden interno y en la afirmación de los vínculos de la solidaridad necesaria entre los pueblos y estados. Estos vínculos deben estar definidos por las adecuadas fórmulas políticas alcanzadas por vías estrictamente políticas. No hay ninguna razón, ni histórica ni de otra naturaleza, que obligue a pensar que los vascos carezcamos de la prudencia, madurez y sensatez políticas necesarias para respetar los valores democráticos de los demás en el ejercicio leal de la libertad. Lo que reivindicamos para ellos y para todos lo hacemos también para nosotros mismos.