El cine de Kenneth Branagh nunca escapa a la polémica, dada su sempiterna costumbre de provocar a los puristas con adaptaciones de los clásicos poco ortodoxas. Su último proyecto es una versión de la conocida pieza teatral de Anthony Shaffer «La Huella», haciendo oídos sordos a las voces que proclaman que nunca se podrá superar la película de Mankiewicz.

No sólo de Shakespeare vive el cineasta irlandés, quien empieza a prodigarse más como director que como actor. Esta vez se atreve con Mozart y «La flauta mágica», pasando también por encima de la adaptación que el maestro Ingmar Bergman hizo en 1975, muy apreciada por melómanos y cinéfilos. No caben posibles comparaciones, ya que Branagh se ha guardado mucho de aplicar una puesta en escena radicalmente distinta, sin duda más atrevida y abierta a experimentos varios.

Kenneth Branagh ya coqueteó con el espectáculo musical en «Mucho ruido y pocas nueces», pero le faltaba un proyecto enteramente concebido dentro del género. En «La flauta mágica» no hay un reparto con nombres consagrados, por preferir trabajar con profesionales de los montajes musicales en el teatro. Son gente que sabe cantar y bailar y que no tiene problemas en desarrollar una fantasía sin recurrir al diálogo dramático. El ritmo de la narración escogido es ligero de principio a fin y con interpretaciones en tono humorístico. Branagh quiere demostrar que la música clásica no es obstáculo para lograr un musical entretenido, y así apuesta por un montaje muy ágil. Gracias a que no ha tenido que hacer grandes gastos en la contratación del elenco, el grueso del presupuesto lo ha destinado a los efectos especiales, pensados para materializar el lado fantástico de este cuento. El cambio de localización histórica a la Gran Guerra traduce la lucha entre la luz y las tinieblas del original en un mensaje antibelicista.