Genaro Benítez Escritor
Monarquía versus República
Acaba de conmemorarse en el Estado español el Día de la República, cuyas celebraciones siguen desarrollándose estos días. Genaro Benítez aprovecha esta circunstancia para repasar las monarquías vigentes en el mundo y el tratamiento «informativo» que se da a las familias reinantes, reivindicando la República como sistema de gobierno.
Resulta sorprendente que en lugares tan dispares como consultorios médicos, notarías y peluquerías se encuentre exactamente el mismo tipo de prensa a disposición de la clientela mientras ésta espera ser atendida. Sorprende asimismo que en dicha prensa, aparte de otras peculiaridades que ahora no vienen al caso, se presente una imagen del mundo plagada de reyes y aristócratas ociosos, como si la monarquía ociosa fuese la institución principal de gobierno y máxima representante de la sociedad y del Estado en el plano mundial.
Un simple censo de los países independientes existentes hoy en día, sin embargo, nos da un resultado bien distinto: las monarquías apenas si llegan al diez por ciento del total. Además, están repartidas de forma muy desigual. En América no hay ninguna. En Africa sólo está en Marruecos. En Asia, Arabia Saudí, algún emirato que otro, Jordania, Tailandia... Desconozco al detalle la situación política de todos los pequeños países formados por islas de Pacífico, pero en principio no me salen monarquías por ningún lado en Oceanía. Solamente en la vieja Europa son relativamente numerosas: Tres países escandinavos, Bélgica, Holanda, Reino Unido, España... aunque de hecho también en nuestro continente son minoritarias respecto a las repúblicas.
Llama también la atención que, en la prensa aludida antes, se dé el mismo trato de realeza a monarcas en ejercicio que a otros ya derrocados. Por ejemplo, la actual reina de España y su hermano, el hace tiempo depuesto Constantino de Grecia, son tratados con igual rango, dando la sensación de que tanto España como Grecia son monarquías, cuando de hecho no es verdad. ¿Cuál es la razón para que monarcas, o incluso descendientes de monarcas derrocados hace siglos, sigan manteniendo y heredando el rango real? A mí se me ocurre una: La monarquía, contrariamente a otras formas de Estado, es un fin en sí mismo; es decir, la monarquía, aparte de los intereses generales del país en cuestión, tiene los suyos propios, que sabe muy bien defender y que, lógicamente, están mucho mejor salvaguardados estando en ejercicio que derrocado.
No hace falta entrar en detalles, porque todo el mundo lo sabe, que los monarcas derrocados suelen andar más cortos de fondos que los que conservan el trono. Todo el mundo sabe también que monarcas y familias de monarcas se encuentran entre los más ricos del mundo. También entiende todo el mundo que la institución monárquica es, para una familia, la garantía de poder ostentar eternamente la máxima autoridad en un país, posibilidad sólo rota por un posible derrocamiento e instauración de otra forma de estado en el mismo.
Aun sin entrar en demasiados detalles, es obvio que una presidencia republicana con un período de ejercicio limitado, sujeta a los mismos preceptos legales que el resto de la ciudadanía e incluso a posibles investigaciones fiscales sobre la procedencia de los fondos personales de quien ostente dicho cargo, da una imagen mucho más «moderna» y «racional» que una monarquía no sujeta al imperio de la ley, ni a régimen alguno de incompatibilidades ni mucho menos a auditorías sobre sus bienes; con la «ventaja», además, de que los bienes «adquiridos» durante el ejercicio real pueden irse acumulando de padres a hijos o hijas. Solamente en casos de flagrante corrupción y abuso de poder (el Haití de Duvalier, y quizás el Egipto de hoy, por poner dos ejemplos) se plantea fuera de la institución monárquica una sucesión hereditaria en la máxima magistratura del Estado, e incluso en dichos casos se le intentará dar algún tipo de formalismo democrático.
Resulta también ilustrativo que, en el plano ideológico, la monarquía aparezca frecuentemente ligada a elementos conservadores, predemocráticos incluso, con mención expresa a la institución militar y a la eclesiástica. Frecuentemente da la sensación de que la ligazón de la monarquía a dichos estamentos está al margen, e incluso por encima, del mandato de las leyes y de la sociedad civil. ¿Qué sentido tiene, por ejemplo, que la reina de Inglaterra sea a su vez la máxima autoridad de la Iglesia anglicana? Y si algún día, por decisión democrática de los habitantes de dicho país, se instaurara allí un régimen republicano, ¿a quién correspondería entonces la jefatura de la iglesia? ¿Al presidente de la república? ¿O acaso el monarca derrocado seguiría siendo jefe de la Iglesia por derecho divino? Es obvio que el dualismo Monarquía-Iglesia resulta difícilmente compatible con una concepción civil y democrática de la sociedad.
Es también sobradamente conocida la relación Monarquía-Ejército, la suerte de simbiosis que suele darse entre monarcas masculinos y milicia, superior a todas luces a la que se da, por ejemplo, entre esos mismos monarcas y músicos, médicos o maestros, por poner tres ejemplos. Se sabe igualmente que en muchos países la «fidelidad» del Ejército a la Monarquía, más que en un compromiso del Ejército con la sociedad civil y con el ordenamiento democrático, se basa en adhesiones personales, o incluso en el superior rango militar que, por definición, corresponde al monarca. Y es que el monarca, de hecho, no suele ser una autoridad civil, sino militar.
La historia de la humanidad está llena de ejemplos de derrocamiento de monarcas. Es sintomático que la mayoría de las veces este cambio haya sido el inicio de una época de prosperidad, de avance para el país en cuestión. Así ocurrió, por ejemplo, con la revolución Francesa, con la revolución juarista en Méjico, con la revolución de octubre en Rusia, con la época de Cronwell en Inglaterra, con la caída del Sha de Irán, y con otros muchos casos, no necesariamente cruentos. También, qué duda cabe, con la caída de Alfonso XIII y la instauración de la Segunda República Española, evento del cual se celebra estos días el aniversario. Sólo desde el reaccionarismo más cerril puede negarse que la Segunda República fue en su día atisbo de esperanza de que el Estado español se convirtiera en un país moderno, progresista, ideológicamente a la par de los más avanzados de su tiempo. Fue, de hecho, el último intento serio de conseguir esto. El primero lo fue la guerra de las Comunidades Castellanas del siglo XVI, en la cual las clases urbanas progresistas, modernas y partidarias de convertir a Castilla en un país próspero y desarrollado sucumbieron derrotadas ante la monarquía absoluta y la aristocracia terrateniente y despilfarradora.
Es sintomático que tanto un evento como otro, además de prohibidos durante la dictadura franquista, en el régimen actual sean año tras año olvidados, ninguneados por los poderes oficiales. Incluso que se les quiera dar un aire subversivo.
Pero ello no quita para que, tanto hoy como ayer, en torno a cada catorce de abril haya muchos que nos acordemos de la República. Porque somos muchos los que pensamos que la República encarna, mejor que ninguna otra forma de Estado, principios como la soberanía popular, la separación de poderes y la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley; así como que ante la ingerencia más o menos directa de poderes ajenos a la sociedad civil, la preponderancia de ésta va a estar fuera de toda duda.