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Fede de los Ríos

Los violentos pacificadores

Benedetti lo llama la industria del arrepentimiento y Baudrillard decía que «todo el siglo al completo se arrepiente, el arrepentimiento de clase se impone por doquier al orgullo y a la conciencia de clase». Ibarretxe y otros realizaban, esta misma semana, acto de contrición ante las denominadas víctimas pidiéndoles perdón, en nombre de todos los vascos y vascas, por haberlos tenido en el olvido después de haber sufrido el zarpazo de la violencia (de ETA, claro está). Después de contemplar este acto de catarsis y no sentir lo mismo que percibo en los rostros de los nuevos conversos a la democracia, me pregunto si no seré de mala condición o si mi esencia no será la maldad encarnada en humano. ¿Tan miserable soy que no siento, de manera igual que los vascos buenos y educados, el dolor de viudas y huérfanos e, incluso, me resultan inmorales para con los muertos algunos de los actos realizados en su nombre?

Yo, que siempre creí que nuestra lucha debía de ser contra las instituciones y no contra los individuos, pues estos resultan totalmente recambiables como piezas que son de una maquinaria, ¿cómo es posible, repito, que no me afecte de igual manera que a los vascos recién recuperados para la democracia? Será que no siento en mis carnes ni en mi alma el haber pecado. Será, quizás, que la condena de la violencia en abstracto me parece una falacia y que cuando dicen que ninguna idea merece el derramamiento de una sola gota de sangre, o veo a unos cínicos que viviendo a nuestra costa nos quie- ren vampirizar hasta la última gota de esa sangre, o bien a unos criados esperando el beneplácito del amo para ingresar en su club.

¡Claro que hago mío el dolor de las víctimas inocentes que quedan sin marido o padre! Y quién no. Pero no todos somos inocentes o, por lo menos, no lo somos en la función social que desempeñamos. No lo es el activista que empuña un arma y apuesta con su vida contra la de otros, pero no me pida Ibarretxe, ni los que allí estuvieron, que vea la inocencia en las manos del Melitón Manzanas de turno ya vista de tricornio, gorra, txapela o casco. Ni mucho menos en los que, de corbata, permiten la tortura negándola desde sus despachos. Allí donde no existen condiciones sociales y políticas que generan violencia social, ésta no aparece. No sean inmorales, no usen el dolor de otros en su propio beneficio.

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