Josu MONTERO Periodista y escritor
A puntito de perecer por sobredosis
Es bien sabido que la manera más sencilla y efectiva de manipularnos a los seres humanos consiste en dirigirse a nuestras emociones. No a la razón, sino a la emoción. La vasta industria del entretenimiento lo sabe muy bien: la televisión, la Red, los vídeos interactivos, la publicidad, la música y sus clips, el cine... esto es, las diferentes versiones del juguete. Probablemente la causa del presente auge, e incluso de ese cierto prestigio del que hoy goza el cine porno, no estriba sino en que el grueso de la industria del entretenimiento se ha acercado a éste en su simplicidad y en su apelación directísima e impúdica a las «emociones» del público. «El público exige a gritos la abolición de las leyes de la dramaturgia y el regreso al entretenimiento como pura excitación», ha escrito ese lince que es David Mamet. Como en el porno, y cada vez en mayor medida, el argumento de nuestro juguete es mínimo y sólo sirve para quedar bien, asunto de pura cortesía; se trata de encadenar escenas de sexo, violencia y barata manipulación emocional, y de adobarlo, eso sí, con abundantes efectos especiales y tecnológicos de todo tipo. Y eso se ha convertido en la dieta básica de nuestra existencia: «Es un analgésico/anestésico y una apología de la sociedad postindustrial. Es el opio del pueblo del que hablaba Marx», vuelve a afirmar Mamet.
El dramaturgo, guionista y director de cine de Chicago, en cruenta pugna con la Gran Industria Cinematográfica, habla de cómo las películas han degenerado hasta regresar a su condición original de atracción de feria; no ofrecen drama, sino emociones: cursilería y patetismo, desparrame sentimental y tremendismo. Ese arte bastardo que es el cine se agarró al teatro buscando la dignificación que le sacara de la barraca de feria.
Durante décadas el cine ha imitado al teatro tanto en su duración temporal como en su estructura narrativa y en sus pretensiones: ambos dicen explorar la condición humana. Arrastrado por la marea de la todopoderosa industria del entretenimiento audiovisual, el cine parece desertar de ese propósito. ¿Y el teatro? Al ser ajeno a la mediación tecnológica y nutrirse de la inmediatez y de la presencialidad, en el teatro se complica esa barata apelación a lo emocional, a la pura excitación de los sentidos; sigue dirigiéndose a nuestra humanidad, a la racionalidad de nuestra emoción y a la emocionalidad de nuestra razón, a nuestras grietas, a nuestra complejidad. O quizá no lo haga ya tampoco, pero ahí estriba su potencia de subversión, cada vez más necesaria en una época en la que parece que lo único que necesitamos es información y entretenimiento. A puntito de perecer por sobredosis.