Kepa Ibarra Director de Gaitzerdi Teatro
Los tomates del Banco Mundial o las risas que nos hicimos
Este Wolfowitz tiene un currículo que para sí quisieran otros de su misma condición
Ya era lo último que nos faltaba por ver. Si me lo cuentan no me lo creo, y además el tipo sembrando tomates en ambas huertas (pies). No sé si al paradójico de Paul Wolfowitz le cantan los pies o el sudor de los calcetines grisáceos le hace más excitante y atractivo, que hasta en un momento de debilidad me alié con él en ese concepto tan recurrente que tienen algunos mandatarios de hacer y decir las cosas como si sólo existiesen ellos y encima orientando sus pasos hacia una verdad tan absoluta como peligrosa.
Y yo creo que este Wolfowitz además de sacado de un chiste con doble intención, es un tipo extraño y contradictorio, que vete tú a saber si en estas mañanas frías de invierno sale desnudo a algún lago como aquello de La Polla («reunión de cerdos todas las mañanas, vendemos países y compramos almas. ¿Va mal el negocio? ¡La caballería!), que tanta gracia nos hacía.
Lo verdaderamente inquietante es el poder que tiene y lo difícil y complicado que nos lo ponen él y su grupo de bienservidos colaboradores a los restantes inquilinos de la cosa mundial, empobrecidos y hasta hastiados por tanta ayuda subsidiada y controlada, tanto requisito para acceder a cuentas de supuesta razón social y a tantos avisos con amenaza solapada para que lo que se da se quite, y además con intereses.
Los tomates de Wolfowitz representan los tomates de la discordia por lo caros que resultan, porque sólo se venden en espacios de gran lujo y porque sólo admiten determinados paladares que se exhiben en juergas discretas, a ritmo de elite y con música de cámara. Tampoco hay que olvidar que el tal Wolfowitz ya utilizó escupitajos en su tupé para aliviar algún molesto golpe de aire, justo en el momento en que se estaba preocupando de poner el mundo bajo sus ajetreados pies cuando ejercía de gran halcón en la Administración Bush, en un momento en que la estructura yanqui se preocupaba de lo que ocurría fuera de casa y el Katrina arrasaba dejando al jefe en paños menores.
Al niño del Pentágono le han cogido en off side, pero eso no creo que le preocupe demasiado. En definitiva, no deja de ser una servil anécdota para consumo de rotativas en papel amarillo y al servicio de algún dibujante atiborrado de ocurrencia pero sin extraviarse. El amigo vaquero tiene un currículo que para sí quisieran otros de su misma condición, como estudiante avezado, firme estratega de campañas preventivas, persistente inquilino del Pentágono y la Casa Blanca, pitoniso con bola ante el poderío nuclear iraquí, en fin, un dechado de virtudes, complejos y soluciones drásticas.
A estas alturas creo que pocos conocen la cara de Wolfowitz, pero todo el mundo se ha quedado con sus zapatos, sus pies y sus tomates. La imagen perfecta de quien sabe que en la próxima será distinto, que los créditos a cualquier país pobre del mundo seguirán siendo revisados hasta la extenuación, y que tal vez en esa segunda mezquita a visitar algún gorila con pistola tenga que ir ese día sin calcetines por la vida y sin que sirva de precedente. Una bonita manera de comenzar la jornada pensando que todavía nos queda alguna sonrisa para la utopía y para quien piensa que un mundo a base de tomates es todavía un mundo recuperable. Por supuesto, sin el susodicho.