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Gabriel M. Otalora Miembro de Pastoral Penitenciaria de Bizkaia

Las dos Teresas

El testimonio de vacío espiritual hasta su muerte desde la radicalidad de una fe emparentada con el saber y no con el sentir a buen seguro que servirá a quienes experimentan dudas y ausencias de Dios en sus vidas

Ahora sabemos que la madre Teresa de Calcuta pasó más de 50 años sumida en una crisis espiritual que la llevó a dudar de la existencia de Dios, según cuenta el también miembro de su congregación, Brian Kolodiejchuk, en su libro «Madre Teresa: ven y sé mi luz». En él se recopila la correspondencia que esta gran mujer, símbolo moderno de la caridad cristiana, mantuvo con las personas más cercanas.

El testimonio de vacío espiritual hasta su muerte desde la radicalidad de una fe emparentada con el saber y no con el sentir a buen seguro que servirá a quienes experimentan dudas y ausencias de Dios en sus vidas; es decir, casi todo el mundo: los agnósticos, los ateos, los que buscan en medio de las contradicciones de la vida, los que luchan por una fe coherente...

Momentos de «noche oscura del alma» tuvo Jesús de Nazareth (en Getsemaní y en la cruz), y san Juan de la Cruz o santa Teresita del Niño Jesús, dos grandes místicos. Sus obras de amor no tuvieron un marco vital más fácil que el nuestro; al contrario, muchas grandes almas lo han sido a pesar de las dificultades, apoyadas y movidas por la fuerza contagiosa del amor. No hay más que acercarse a sus biografías para comprobarlo. El caso de Teresa de Lisieux (Teresita del Niño Jesús) puede ser parejo a la experiencia de Teresa de Calcuta, más allá de que aquella murió muy joven y enferma y ésta vivió muchos años; pero ambas fueron faros de amor a raudales desde la oscuridad. En el libro del padre Kolodiejchuk veremos las semejanzas de la historia de fe de la monjita albanesa con la maravillosa historia narrada Teresa de Lisieux en «Historia de un alma».

La más clara definición de santo es aquél que acepta el amor de Dios. Es lo que hicieron ambas Teresas. Las dos buscaron la evangelización, pero no a la manera de algunos tiempos pasados: sólo amaron y lo santificaron todo con su actitud. En sus vidas se manifestó la bondad de Dios al dejarse transformar por su amor; y ellas, a su vez, transformaron a quienes trataban, buscando intensamente hacer el bien sin juzgar ni condenar en abierta disposición a dejarse llenar por Dios.

«Es preferible hablar con Dios que hablar de Dios», escribió Teresa de Lisieux. Y eso mismo hizo Teresa de Calcuta. Ambas mujeres se centraron en las personas de su época. Tuvieron una deliberada voluntad de permanecer apegadas a lo real y a lo actual, muy en línea con lo que Jaspers dijera años después: «el verdadero maestro es el que acude a la vida que hay en el otro».

Estamos ante una fe abierta al amor por encima de sensaciones, miedos y flaquezas que ambas superaban con confianza plena; su entrega a Dios tuvo como respuesta su fuerza divina.

Las dos Teresas vivieron una opción, no un razonamiento de fe. «Todo es gracia», decía Teresa de Lisieux; «Cristo está en nuestros corazones, en los pobres a los que encontramos, en la sonrisa que ofrecemos y en la que recibimos», Teresa de Calcuta. Se dedicaron a revelar el amor de Dios amando, y por eso son modelos de santidad también en este tiempo oscuro y cambiante. Ha dicho la sucesora de Teresa de Calcuta, la hermana Nirmala: «La crisis de fe experimentada por la madre Teresa fue el hecho que la movió hacia la transformación y la purificación».

Aquéllos a quienes la oscuridad de Teresa de Calcuta les parece una evidencia de la inexistencia de Dios o una prueba de la capacidad del autoengaño humano, deben sopesar la opción de vivir como ellas, poniendo todo su corazón en amar, incluso a las personas que no podrán corresponder a semejante entrega.

El resultado importa, y resulta bien diferente el caso de los que viven sin fe desde la opción más egoísta y estéril de la apuesta de personas como estas dos mujeres veneradas por el inmenso bien que hicieron a pesar de su oscuridad. Quizá el debate si Dios existe o no debe ceder el primer plano al debate sobre las consecuencias que se derivan de amar u odiar a nuestros semejantes. Si Dios es amor, lo primero es lo primero.

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