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Se puede cantar tan bien, pero no tan bello como Pavarotti

Si había algo unánimemente reconocido en Pavarotti era su precioso timbre de voz, de una nobleza inigualable. Su color era cálido y homogéneo Nunca le hicieron falta aspavientos para transmitir emociones. Sólo hay que escucharle cantar «Chegelida manina», en «La Boheme», para comprender, como una revelación, en qué consiste la magia de la ópera.

Mikel CHAMIZO

Crítico musical

El 7 de julio de 1990 fue un día memorable en la historia reciente de la ópera. Aquel día, y en el marco de las actividades paralelas a la celebración del Mundial de Fútbol de Italia, Luciano Pavarotti, José Carreras y Plácido Domingo protagonizaban en la Termas de Caracalla de Roma el primero de una larga serie de macroconciertos bajo el epígrafe de «Los Tres Tenores». La grabación de este triple recital se convirtió, poco después, en el mayor fenómeno discográfico de la historia de la música clásica, aunque muchos puristas criticaran que el formato de «Los Tres Tenores» tenía que ver muy poco con la ópera y mucho con la avidez de dinero de sus protagonistas. En cualquier caso, no se puede obviar el papel jugado por «Los tres tenores» en la difusión y popularización del repertorio operístico, y, por consiguiente, en la revitalización del género, que precisamente desde principios de los noventa está viviendo una nueva edad de oro.

Aunque «Los tres tenores» fueran, valga la redundancia, tres, todos sabíamos muy bien quién era el capo del grupo. Pavarotti, con su simpatía innata, su rechonchez, sus foulards y su barbita, se convirtió rápidamente en prototipo del «cantante de ópera» para el imaginario colectivo, erigiéndose de la noche a la mañana en personaje habitual de los mass media y ganándose la admiración de millones de personas legas a la ópera que le conocían por ser «el mejor tenor del mundo» aunque, seguramente, no supieran muy bien por qué. Y es que el salto de Pavarotti al star system coincidió con el último tramo de una carrera de 40 años en que el italiano lo fue todo en el mundo lírico.

Si había algo unánimemente reconocido en Luciano Pavarotti era su precioso timbre de voz, de una nobleza inigualable. Su color era tan cálido y homogéneo en todos los registros que, en cierta ocasión, llevó a un crítico a decir que «se puede cantar tan bien como Pavarotti, pero no se puede cantar más bello». Su otro gran don era una asombrosa capacidad para el sobre-agudo, siempre natural y nunca forzado. De hecho, su conquista de la escena internacional se dio en 1966 en el Covent Garden por su interpretación del casi imposible papel de Tonio en «La fille du régiment», que le valió el título de «Rey del Do de pecho». Desde entonces encarnó a casi todos los protagonistas de las óperas italianas más famosas del repertorio, y su Alfredo («La Boheme»), su Arturo («I Puritani») o su Gustavo («Un ballo in maschera») nunca podrán ser olvidados.

A Pavarotti siempre se le achacó ser un mal actor. Efectivamente, y por razones obvias, su movimiento en escena no era fluido. Pero nunca le hicieron falta aspavientos para transmitir emociones. Sólo hay que escucharle cantar «Che gelida manina», en cualquiera de las siete grabaciones de «La Boheme» que nos ha legado, para comprender, como una revelación, en qué consiste la magia de la ópera.

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