La filmografía de Gracia Querejeta es todavía corta y no permite hablar de etapas, aunque da la sensación de que a partir de su cuarto largometraje «Héctor» tiende más hacia el relato costumbrista, sin salirse de su característico cine de personajes condicionados por el peso del pasado, así como por las dudas que les impiden llevar una vida normal e intentar ser felices. «Siete mesas de billar francés» añade además al repertorio de la realizadora el tono crepuscular, acorde con la práctica de un juego en vías de extinción a medida que es desplazado por los recreativos electrónicos. Ya iniciaba su declive cuando Robert Rossen realizó su obra maestra «El buscavidas», y no digamos en el periodo nostálgico de Martin Scorsese y «El color del dinero». Son referencias de Hollywood que cuentan poco, porque aquí no hay ningún discurso desencantado sobre la filosofía del éxito. Los billares de los que habla Gracia Querejeta pertenecen a ese costumbrismo tan pegado a la realidad del barrio, donde la gente se conoce y se reúne para echar una partidita o pelearse, con la ventaja de saber en todo momento con quién te la juegas.

Esta cinta cuenta a favor con un atractivo duelo de actrices entre una luchadora Maribel Verdú y una malhumorada Blanca Portillo, rodeadas de un buen plantel de secundarios en el que nadie desentona. Las dos protagonistas van a sufrir una transformación que, en ambos casos, se precipita hacia el final. El cambio tarda en llegar y las situaciones por las que atraviesan a lo largo del metraje se dilatan en exceso, sometiendo a las actrices a unas caracterizaciones algo lineales y encorse- tadas. Menos mal que el desenlace hace que se desmelenen y puedan respirar libres, y con ellas el espectador.

Bien está lo que bien acaba, y si es a costa de soltar todo lo que se lleva dentro como una olla a presión mucho mejor. Es una pena que Gracia Querejeta nos deje con las ganas de ver jugar al billar a Maribel Verdú, por lo que de novedoso hubiera tenido incorporar una mujer a la galería de practicantes de un juego que ha llegado a ser muy cinematográfico, gracias a la combinación de golpes visuales y sonoros, con el rápido desplazamiento de las bolas y las espectaculares carambolas que lo culminan sobre el fondo del tapete verde esperanza. La película hace posible la reapertura de un local a la vieja usanza desafiando el tiempo y las modas.