Alizia Stürtze historiadora
Cuando a la bañera le llaman «waterboarding»
En este artículo, Alizia Stürtze expone diferentes casos en los que neologismos, anglicismos o, directamente, eufemismos se utilizan para distorsionar u ocultar la realidad. La tortura, la especulación o la conculcación de los derechos sociales son casos claros de ese fenómeno.
Dicen que Voltaire decía algo así como: «si quereis hablar conmigo, definid primero vuestros términos». Y eso que no vivió en estos tiempos en que entre anglicismos, tecnicismos, técnicas de marketing político y absoluta degeneración y manipulación mediáticas del lenguaje bajo el control de la clase política y económica dominante, el debilitamiento y/o deformación de los nexos que vinculan al signo (a la palabra) con el significado (con su semántica) es tan lacerante que se puede hablar de una práctica disolución de la relación entre ambos.
Como dice López Quintás en su «Manipulación del lenguaje. La revolución oculta», el lenguaje se usa hoy en día «con la intención de confundir las mentes y pervertir las conductas», es decir, de «grabar a fuego una idea en las mentes, avivar un sentimiento, suscitar una filia o una fobia», gracias al poderoso recurso de la repetición a través de los medios. Se consigue así que la mayoría, convertida en pavloviana consumidora de mensajes aparentemente «neutros», adopte los que interesan al capital y al poder, en contra de sus propios intereses de clase/pueblo oprimido.
Vamos a ilustrar con un par de ejemplos el avasallador efecto de esa manipulación política del lenguaje. Al informar sobre las críticas recibidas por el candidato a Fiscal General de EEUU Mukasey por negarse a aclarar si el waterboarding que aplican en los interrogatorios a los sospechosos de terrorismo es o no un método de tortura (y, por tanto, «inconstitucional»), desde ese nuevo periódico «progre» llamado «Público» parecen desconocer que hay una palabra castellana que traduce perfectamente el significado de waterboarding: «la bañera». Y, por si fuera poco grave su supuesto desconocimiento de un término que en Euskal Herria conocemos bien, van de «enterados» y nos explican que no se trata de una «técnica» nueva, sino que la usaba la Inquisición con el nombre de «tormento de toca». Vamos, algo de tiempos lejanos que, se desprende, no tiene por tanto ninguna correspondencia actual en español.
La intencionalidad es clara: evitar que el lector visualice que el waterboarding no es sino la siniestra y terrible tortura de «la bañera», sobre cuya práctica Amnistía Internacional sigue anualmente denunciando al Estado español. Por obra y gracia de la manipulación lingüistica, la tortura además deja de ser tortura. Dado que en una «democracia» el maltrato no existe, la CIA en su informe «Leave no marks» (No dejar marcas) llama «harsh/enhanced interrogation techniques» (técnicas duras o severas de interrogatorio) o también «moderate physical pressure» (presión física moderada) a «hacer la bañera», encapuchar, desnudar, privar de sueño, amedrentar con perros, aislar, golpear con la palma abierta... El Estado español, por el momento, niega utilizar semejantes métodos en sus comisarias pero quizá todo sea cuestión de tiempo y, en la medida en que dejen de adscribirse como tortura y pasen a calificarse como simples «técnicas de tensión y coacción», igual hasta no le importa reconocerlos.
Cambiemos ahora completamente de registro y centrémonos, por ejemplo, en eso que desde las alcaldías de Bilbao o Donostia (y de otras muchas ciudades como Barcelona y Madrid) llevan años potenciando mediáticamente con nombres pomposos como «regeneración», «rehabilitación», «intervención», «efecto Guggenheim», «revitalización», «reestructuración espacial», «renacimiento urbano», «intervención», «espacios emblemáticos», «peatonalización»... que trae consigo lo que los urbanistas denominan algo tan elegante como proceso de «gentrificación»; que es parte constitutiva de esa city region (región urbana) a la que pretenden vasquizar (y legitimar socialmente) con el label de euskal hiria; y que, aparentemente, nos tiene tan satisfechos y convencidos de vivir en un espacio urbano de mejor calidad, a juzgar por los éxitos electorales de Azkuna y Elorza, elegidos alcaldes por tercera y quinta vez consecutivas.
La estrategia del poder local y regional (del PNV/EA y el PSOE/PP) de hacer más competitiva la ciudad (y la euskal hiria), para lograr que ocupe un papel mundial relevante ante la rejerarquización de las ciudades provocada por la globalización, en absoluto ha beneficiado a la población trabajadora, por mucho que la «estetización del paisaje urbano» y la incesante propaganda le hagan imaginarse lo contrario y pensar que el «efecto Guggenheim» o el hecho de pasear por delante de los cubos de Moneo le hace ascender en la escala social.
La reestructuración total de la geografía comercial de Donostia o Bilbao; la desindustrialización y posterior gentrificación o alteración de la composición social original de determinadas de sus áreas, es decir, la expulsión de los vecinos originales, como consecuencia de la burbuja especulativa causada por los programas de recalificación de espacios urbanos estratégicos en beneficio de intereses inmobiliarios, empresariales y financieros; la reapropiación de inmuebles abandonados o en contrato de comodato mediante el desalojo de las familias que los habitan; la reconstrucción y puesta en manos privadas (multinacionales como FNAC, Inditex...) de espacios públicos como por ejemplo los mercados; la supuesta necesidad de mejorar la atractividad económica de la ciudad y de internacionalizarla, atrayendo a las grandes empresas con servicios públicos, zonas de actividad, tecnópolis, infraestructuras de comunicación (el TAV) y demás oferta de bienes pagados con el dinero de todos; los proyectos emblemáticos y demás marketing territorial (festivales, congresos...); etcétera.
Todas esas «intervenciones estratégicas» promovidas, organizadas, patrocinadas y publicitadas de modo escenográfico por las autoridades locales (y también regionales y estatales) con la excusa de colocar a su ciudad en buena posición ante la reorganización espacial de la nueva división internacional del trabajo y la exacerbación de la competencia entre las diferentes urbes no se han traducido sino en un aumento de la segregación socioespacial y de los costes sociales reales para la mayoría.
La transformación operada en ciudades como Bilbao y Donostia no es, en realidad, sino copia de lo realizado en otras urbes y espejo de los efectos perversos de la mundialización y de la metropolización: creciente polarización social, pobreza estructural, precariedad, fragmentación, ocultación de la miseria... Y, sin embargo, el pérfido uso del lenguaje por parte de las autoridades y la permanente repetición propagandística y mediática de ciertas palabras fetiche han logrado la penetración en el imaginario social de una ciudad que, transformada en «ciudad-vitrina», en «ciudad-espectáculo», ha dejado de ser un lugar público de sociabilidad, de vida en comunidad, de trabajo y de lucha solidaria: el vecino se ha convertido en mirón, en paseante, en individuo desconfiado que, encima, se siente y actúa como propietario de esos espectaculares equipamientos, de esos bancos que en base al robo se han adueñado de los mejores locales, de esos instrumentos de colonización que son los museos franquiciados o de esas calles peatonales de las que en realidad le han expulsado pues han dejado de ser públicas.
Cuando a «la bañera» le llaman waterboarding, a la tortura «técnicas severas de interrogatorio», a la reestructuración capitalista de las ciudades «renacimiento urbano», a las organizaciones subvencionadas básicamente con dinero público «organizaciones no gubernamentales», al aumento de los activos en el mercado de trabajo (al aumento del ejército de reserva) «alargar hasta los 70 la edad voluntaria de jubilación»... y esa prostitución del lenguaje no nos altera, es que algo grave nos pasa.
Aprendamos a llamar a las cosas por su nombre. Es un sanísimo ejercicio.