Antón Corpas Corredactor de «Masala» y www.insurgente.org
Brutalidad
Cuando la Audiencia Nacional instruye o sentencia, no se frena en minucias como la coherencia entre las imputación y la carga de la prueba ni entre los hechos probados y las condenas
En su tribuna de la jornada de nochebuena, el historiador Antonio Elorza se refiere, entre otras cosas, a la «la brutal reacción nacionalista a la sentencia del macrojuicio [18/98], al alinearse con quienes ignoran lo que Ibarretxe y Urkullu saben perfectamente, esto es, que las organizaciones condenadas forman parte de ETA» («Bye, bye, Spain», «El País» 24/12/2007). Ocurre que, a estas alturas, es difícil saber qué significa formar parte de ETA o incluso qué es ETA; si una organización, una órbita, una galaxia, un espíritu o un estado del alma.
Lo mismo pasa con la brutalidad entre otros latiguillos al uso. Elorza califica de «brutal reacción» la discrepancia de los partidos nacionalistas ante la sentencia que ha condenado a 47 personas por su actividad política, social o periodística. Así leído, parece que los aludidos hayan replicado al tribunal rociando con gasolina y ordenando hacer una pira con el edificio de la calle García Gutiérrez; pero busco y busco y sólo doy con comunicados y ruedas de prensa. Y la verdad, cuesta entender que unas declaraciones en el vestíbulo de un hotel o una nota de agencias, puedan considerarse propias «de los animales por su violencia e irracionalidad», tal y como dicta el diccionario.
Es cierto que el uso lingüístico de Antonio Elorza es algo anecdótico, pero esa manera de calificar una declaración política con el mismo término que habría que emplear para describir una paliza o un bombardeo, es un perfecto ejemplo de cuál es el patrón habitual tanto en la profesión periodística como en la política o la judicatura, cuando se trata de hablar de la política vasca. Repasando tanto las hemerotecas como la jurisprudencia de los últimos años, brutales son hechos tan dispares como un coche bomba, un artículo, una rueda de prensa, la quema de un cajero, una manifestación, una declaración institucional, una reunión política o una candidatura electoral. Cualquiera de estos actos, dado el caso, pueden llegar a ser apología, colaboración o integración en banda armada, cuando no desobediencia, y por tanto objeto de imputación penal.
De esta manera, hoy dirigir un periódico o escribir en él, promover la desobediencia civil o formar parte de un partido político, pueden conllevar condenas similares o mayores a las que se ejecutan en caso de violación (de 6 a 12 años), homicidio imprudente (de 1 a 6 años), asesinato (de 10 a 25 años) o torturas (de 6 meses a 5 años). Cuatro botones de muestra son suficientes: José Luis Elkoro ha sido sentenciado a una pena equivalente a la que merece un asesino; Sabino Ormazabal a tres años más de los que pueden caerle a un homicida al volante; Elena Beloki a un año más de el máximo de doce que el Código Penal establece para un violador; y Ane Lizarralde a cinco años más de los que la ley establece como la pena más alta para un torturador.
Igual que al tal Antonio Elorza le importa un rábano el significado de la palabra «brutal», y si le place la empleará para describir el vuelo de un elefante rosa mientras le paguen por ello, cuando la Audiencia Nacional instruye o sentencia, no se frena en minucias como la coherencia entre las imputación y la carga de la prueba ni entre los hechos probados y las condenas. Están convencidos, y con ellos una amplísima mayoría social, de que para que no se coloquen coches bomba o para que no se asesinen policías o políticos, ha de imponerse la misma pena al que porta un DNI vasco que al que coloca una bomba lapa, al que colabora con un comando que al que hace política parlamentaria, o al que escribe en un periódico que al que dispara a matar.
En «El Extranjero» de Albert Camús, un pied noir que ha cometido el estúpido asesinato de un árabe, describe un juicio en el que no se juzga el suceso sino el alma del criminal. El veredicto del tribunal depende de ciertos detalles; si lloró o no ante el féretro de su propia madre o si aceptó una taza de café en un momento tan solemne son gestos íntimos que determinan si el acusado es humano o un monstruo, y que se convierten en la clave del fallo judicial. A lo largo de la vista, el homicidio, sus características y su gravedad pierden importancia, y la materia no es otra que la maldad del sujeto.
Es la misma fiebre en la que viven desde hace una década una mayoría de jueces, periodistas o políticos. No están aplicando la ley, ni siquiera están luchando contra el terrorismo; están en una batalla contra «el mal» que, como siempre, puede encontrarse en cualquier sitio, en cualquier persona que no actúe según sus dictados morales o políticos que, por otra parte, son bastante inconsecuentes y dramáticamente caprichosos.
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