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Iñaki Lekuona Periodista

La mejor condena

La democracia acaba allí donde comienza la razón de estado. La frase, por convicción maquiavélica o por constatación realista, hubiera podido firmarla cualquiera, pero la lanzó hace más de veinte años Charles Pasqua, ex ministro francés de Interior, ex gorila de los SAC o servicios de acción cívica del gaullismo del tipo bate de béisbol, ex político corrupto, ex traficante de petróleo, ex traficante de armas, extraditador.

En aquella misma época en la que se pronunció esa frase, Laurent Fabius que venía de ser primer ministro socialista bajo la presidencia de François Mitterrand, fue preguntado por los atentados de los GAL y la presumible implicación del Gobierno socialista español en la trama. «Nunca me vi obligado a dar ese tipo de órdenes (la de organizar un grupo parapolicial), pero si hubiera tenido que hacerlo, lo habría hecho». Que nadie se olvide de que esa es nuestra democracia, una democracia hecha de razones. De estado y de mercado, principalmente, pero también de otros intereses, muchas veces personales, algunos vergonzosamente miserables.

Veinticinco años después de estas sentencias y un mes después del último atentado mortal de ETA, la democracia vuelve a exigir condenas judiciales, pero también condenas éticas olvidando que ella apenas condenó judicialmente sus propios excesos, que sigue sin condenarlos éticamente y que continúa encogiéndose de hombros ante vulneraciones de derechos humanos que se siguen sucediendo en su seno. No es cuestión de trivializar esta última muerte, ni de compararla con otras o con otros sufrimientos, ni de justificarla. Sólo se trata de no instrumentalizarla. Porque la condena ética que se busca sólo esconde una instrumentalización política. Porque algunos de los que buscan esa condena, esconden muchos silencios.

La condena hace tiempo que existe, la de todo un país sentenciado por razones de estado, un país lamentablemente sumido en la mediocridad política. Condenémonos a no olvidarnos, a no resignarnos, a querer una vida mejor, a desear una tierra libre que pertenezca a aquellos que quieran compartirla, para que deje de estar sometida a aquellos que quieren repartírsela, a aquellos que de hecho se la están repartiendo. Esa sería la mejor condena.

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