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Antonio Alvarez-Solís periodista

Un país más allá

Con su habitual ojo crítico y tono irónico, Alvarez-Solís desgrana el problema identitario español y sus desastrosas consecuencias políticas. A la vista del programa político esbozado por Zapatero, el periodista concluye que «la capacidad española para negar las evidencias es infinita». Lo que le lleva a reivindicar la revolución posible y la utopía, porque «las realidades siempre nacieron de una ambición utópica».

Por lo visto siempre hay que estar más allá. Antes o después del presente. España no tiene sino un pasado glorioso o un porvenir definitivo; es un enclave retórico entre dos dramas reales. Jamás ha existido un confortable presente español. He llegado a la conclusión de que no se puede ser español sin ser heroico, sin estar profundamente dolorido -«me duele España»-; de que no es factible ser español sin tributar a algún acontecimiento atormentado o a una construcción nunca acabada. Difícil condición.

Este perfil ha vuelto a subrayarlo el Sr. Zapatero con una frase de cuyo profundo contenido no creo que se haya dado cuenta el inventivo líder: hay que seguir «forjando la convivencia de la España diversa, de un proyecto de país unido en que la inmensa mayoría de los ciudadanos, más allá de sus identidades, se sientan a gusto y respetados». Así llevamos cuatrocientos largos años. España posee una capital que revela esta profunda incapacidad para alumbrar algo propio y característico. Madrid es la única gran ciudad europea cuyos habitantes pueden tener cuatro generaciones capitalinas y seguir siendo extremeños, aragoneses o gallegos. De ahí nació esa increíble referencia de que en plena estepa se hable de Madrid como el rompeolas de España. En suma, no ha sido posible fabricar una identidad común. Y esta es aún la hora de lograrla. La hora Zapatero.

Hablemos de las identidades, esas radicales formas de ser y de estar que nos definen como otro frente a los otros. Consecuentemente estaremos hablando de naciones. Pero esa obviedad resulta inadmisible, según los propietarios del Estado español -la gran finca rural-, para alojar un proceso político que nos reconozca distintos y que, en definitiva, nos aproxime cordialmente. Se impone la unidad como un proyecto siempre glorioso. Es una gaita.

A principios del siglo XX se intentó con la hispanidad; más tarde lo pretendió José Antonio Primo de Rivera con sus alféreces angélicos; lo postuló luego Franco con su unidad de destino en lo universal. Sigue ahora esa senda el Sr. Zapatero. Literalmente las mismas palabras, la misma argamasa para unir esas identidades distintivas: el sufrimiento. Oigamos al leonés: «Entendimiento sincero y noble» a partir del «sufrimiento compartido de la sociedad española». El del terrorismo, claro. ¿Por qué hay que hornear España en el fuego del sufrimiento? Fuego de campamento, porque España es una excursión que viene de lejos con su mochila imposible y se orienta hacia la lejanía. Sin presente. Los españoles nunca tuvieron presente, salvo el del sufrimiento. El presente español es siempre una guerra o una represión. España no está hecha para la normalidad. El catalán se ha forjado en el comercio y la sentimentalidad. El vasco, en la industria y la emoción de la mar. El gallego, en la sensualidad y la saudade. El español, en el sufrimiento en que consiste ser español. Si somos normales no somos españoles y si somos españoles no somos normales. ¡Destino infausto! Tengo la sensación de que los primeros habitantes del Paraíso fueron españoles que forjaron su destierro en el imposible desafío de convertir a Dios en un compatriota. Repito: ¡que gaita!

La capacidad española para negar las evidencias es infinita. Ahora mismo el jefe del Gobierno español ha decidido que la gran empresa de su legislatura va a consistir en ganar para su patria la importancia diplomática que le corresponde. Esperanza pobre. Recuerdo cuando los Sres. Castiella y Areilza publicaron su libro «Las reivindicaciones de España», en que se indicaban los territorios ultramarinos que habíamos de recobrar cuando la Alemania de Hitler alcanzara la victoria. Los mapas eran deslumbrantes. Un sombreado que recorría las costas de medio mundo indicaba lo que había de recobrarse para la españolidad. De todas las pretensiones que se hicieron públicas en aquellas fechas sólo se ha podido mantener, tras una modesta aventura bélica, la Isla de las Cabras, con su voluntariosa propietaria marroquí.

Cuando el Sr. Zapatero hacía su última campaña electoral, en que sólo le faltaron los elefantes de Aníbal, habló de dedicar sus esfuerzos de gobierno a las cuestiones económicas. Mala idea, porque la brillante economía de España ha resultado un fiasco potenkinista, una construcción de puras fachadas hecha por el Sr. Solbes para pasear a su soberano. Las constructoras chorrean concursos de acreedores, los bancos ordenan la agónica persecución de los pequeños morosos que cayeron en las trampas de las hipotecas, el superávit público desaparece sin alumbrar una política de expansión, la política social se reduce a donativos circunstanciales poco fiables, el consumo mengua de forma imparable y el paro se fija en un 10% para finales del año próximo.

En esas condiciones el Sr. Zapatero ha decidido imitar al rey católico y consagrarse a las batallas exteriores a fin de entretener al personal. Con eso y la batalla de Euskadi, amén de la intriga sobre el misterioso futuro de los socialistas veteranos, es posible que el Sr. Zapatero navegue un año o dos más, si los islamistas no vuelven a recordarnos su capacidad de violencia militar.

En cuanto a la batalla de Euskadi tornará a enmarcar ese dolor que no conduce sino a la alimentación de un irrisorio patriotismo español. Madrid ondea las banderas al viento sobre las cumbres nevadas. Aviso a los montañeros vascos.

Encaminados hacia una reflexión general no sería malo trabajar por una revolución de lo posible y esto vale tanto para la España eterna como para el triste Occidente que ha quedado sin capacidad para crear felicidad cotidiana. Desde Estados Unidos a la Comunidad Europea todo contribuye a la monumentalidad propia de una cultura que no puede contener al hombre y edifica pirámides mortuorias. La elipse política ha perdido la visión humana de la ciudadanía y ha edificado un puente cruel sobre el hambre, la tiranía, la desigualdad y el derecho desvirtuado, que yacen junto al río de los poderosos como una basura inevitable.

Ante este panorama quiero recordar las tesis de un gran economista y humanista insigne, Fritz Schumacher, para reconstruir una vida que resulte vivible para la inmensa masa de la ciudadanía explotada. Ante el fenómeno de la globalización pedía Schumacher que se regrese a una economía de grado medio basada en la cercanía entre productores, consumidores y dirección política. Es decir una economía orgánica en que consumo, producción y empresa no tributen a decisiones totalmente alejadas del control popular; una economía en que torne a tener significado humano el valor de las cosas y los precios adecuados a ese valor. Para ello es preciso que la acción política se penetre de democracia real y pueda producir decisiones con sustancia aceptable, liberándose así de poderes que operan escandalosamente desde la lejanía física o moral sobre los pueblos. Esto último supone obviamente la sustitución de los estados extensos como factores decisivos de la acción política, con la cobertura de una falsa democracia, y su sustitución por poderes que tengan un auténtico contenido nacional y puedan así plantear economías adecuadas. La liberación de los pueblos oprimidos por los estados se impone como herramienta de alto valor político y social en ese sentido.

Podrá decirse que estamos ante una utopía, pero las realidades siempre nacieron de una ambición utópica, de una voluntad creadora que luego, con desgraciada frecuencia, fue corrompida por los que, envenenando la libertad, siempre acechan para invadir el alma y el cuerpo de las masas y proceder a su esclavitud.

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