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Dramas familiares más allá de las frías cifras de soldados estadounidenses muertos en irak

El quinto aniversario de la ocupación en Irak ha coincidido con la cifra sicológica de 4.000 soldados de EEUU muertos. El número de iraquíes, según algunas fuentes, podría alcanzar el millón de personas. Guarismos fríos que esconden el drama que hay detrás de cada muerte.

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Jordi CARRERAS

Nueva York

La calle huele a comida, como si estuvieran asando carne cerca. Una mujer en un portal anuncia voz en grito, su mercancía, que va desde pilas a tabaco, pasando por cedés de Camilo Sesto, mientras música caribeña proveniente de un coche aparcado con las ventanas abiertas suena de fondo. Podría tratarse de cualquier ciudad centroamericana pero es Washington Heights, el barrio más al norte de Manhattan. Poblado por miles de personas originarias de República Dominicana, en ese ambiente latino se crió Juan Alcántara, uno de los ya más de 4.000 soldados estadounidenses que, hasta este momento, han muerto en el Irak ocupado.

Había llegado a Nueva York desde Santo Domingo con un año de edad, junto a su madre y una hermana. Sus aficiones eran sencillas: jugar a baloncesto en la calle y pasar horas con sus amigos y con su novia del instituto, con quien años más tarde tendría una hija. La universidad no entraba en sus planes, quería ser agente de policía.

Para tener currículum, se enroló en el Ejército después de los atentados del 11 de setiembre de 2001. «Tenía vocación de ayudar a los demás y se alistó. Era un militar valiente, sabía que lo iban a enviar a Irak pero no lo temía», cuenta su madre, con una voz inexpresiva y la mirada perdida. Pese a que ya hace muchas semanas de la muerte de su hijo, aquel domingo por la tarde María Alcántara estaba especialmente hundida.

Sin haberla advertido previamente, personal del Ejército se había presentado por la mañana en su casa para traerle unas cajas con las pertenencías de su hijo recogidas en Irak y en la base de Georgia, en donde estaba destinado antes de ser trasladado al país árabe. La entrevista se había concertado unos días antes, cuando a la madre le pareció que ya tenía el ánimo necesario para hablar con un periodista de la muerte de su hijo. Pero la visita de los militares reabrió bruscamente unas heridas que lentamente apenas habían empezado a cicatrizar. Tan pronto este periódico supo de la inesperada visita, se ofreció para aplazar la entrevista hasta que se sintiera mejor o a abandonarla para siempre, si así lo deseaba, pero María Alcántara no quiso de ninguna manera.

Juan Alcántara fue enviado a Irak por un año y de allí debería haber vuelto el 28 de junio del año pasado, un día antes de que naciera su hija Jaylani. Pero la prórroga forzosa de cuatro meses para todos los soldados que el presidente estadounidense, George W. Bush, decretó a principios de 2007 resultó fatal. Como había dispuesto ya de un permiso de un par de semanas en octubre de 2006 y «la situación era difícil», no le permitieron asistir al parto de su hija. Cinco semanas y media después, el 6 de agosto, murió como consecuencia de la explosión de una bomba durante una patrulla rutinaria. Sin haber visto nunca a su hija y cuando faltaban dieciocho días para que cumplir los 23 años.

«Este es mi segundo país y si hay que defenderlo, yo misma estoy dispuesta a salir a la calle. ¿Pero cuál es el sentido de esta guerra?», se pregunta sin alzar la voz esta madre rota por el dolor, pero que no pierde la compostura en ningún momento. Como la guerra, tampoco tiene ningún sentido la ciudadanía estadounidense que le concedieron a su hijo semanas después de morir. «No es más que un trozo de papel», señala María amargamente. Juan Alcántara es uno de los 109 soldados a quienes, hasta ahora, se les ha otorgado la ciudadanía una vez han fallecido.

Como otras madres y padres de soldados muertos, María Alcántara cree firmemente que su hijo fue a Irak a vengar los ataques del 11-S, pero entiende que con el anterior régimen iraquí ya depuesto, las tropas estadounidenses deberían volver a EEUU y dejar a los iraquíes la seguridad del país y del nuevo Gobierno.

También culpa a Bush de la muerte de su hijo, por prolongar forzosamente la estancia de su hijo en el país árabe. Con una tristeza y, a la vez, una entereza sobrecogedoras, María recuerda que el día que su hijo murió, habló con él un buen rato antes de salir a patrullar. «No paraba de preguntarme por su hija. Tenía unas ganas locas de volver para conocerla», rememora.

Pero la sinrazón de esta guerra no se lo permitió.

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