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Antonio Alvarez-Solís periodista

Dos frases para situarnos

Alvarez-Solís recoge dos frases utilizadas habitualmente por el Gobierno español para interpretar la realidad vasca y desnuda las falacias y las falsedades que se esconden tras ellas. La primera frase tiene que ver con la relación que establecen los mandatarios españoles entre constitución y democracia. La segunda versa sobre la utilización sistemática de una moral perversa a los hechos relacionados con lo vasco.

Sí, dos frases para aclarar con su análisis el ambiente que respiramos. Una de esas frases, la primera en nuestra consideración de hoy, es ya habitual en el Sr. Zapatero y expresa una vertiginosa vaciedad intelectual. Refleja esa frase, en sus diferentes construcciones, la confusión que existe y se fomenta -que es lo más grave del caso- entre democracia y Constitución. Acaba de decir el Sr. Zapatero, tras su última reunión monclovita con el lehendakari Ibarretxe, que no puede abordarse el problema vasco sin situarlo de modo inexcusable en el seno de la Constitución -su Constitución, claro es- y de las normas de la democracia -su democracia, evidentemente-. Ahora bien, evitando ligerezas y concediendo a los términos un mínimo de seriedad ¿pueden ser sinónimos democracia y Constitución? La tendencia hodierna a la unidad fascista de los conceptos, ya sea para defender o condenar algo obviando sus virtualidades e irisaciones, sus reales funciones o contenidos -todo vale para todo-, resulta absolutamente detestable. Es la herencia fraudulenta de un Hegel mixtificado que jamás afirmó esa unidad y, menos, su valor moral. La democracia significa el gobierno del pueblo por el pueblo y, en cualquier caso, la dinámica popular de la creación normativa. La democracia es un conjunto de ideas en efervescencia constante. No tiene más sentido que el conducente a facilitar el tránsito hacia nuevas ideas y pretensiones. La democracia se realiza al crear, se inventa a si misma en cada minuto, en cada trance, ante cualquier necesidad.

Yqué es la Constitución? La Constitución es una norma limitativa, que fija ciertas pretensiones en el tiempo y las convierte en cariátides. Es una herramienta para gobernar el quehacer político en una determinada situación y sin más trascendencia que la necesidad pasajera. La Constitución es la cuarta religión del libro. La Constitución es, en suma, un salvoconducto temporal para hacer unas cosas predeterminadas. Preñar la Constitución de permanencia ilimitada en detrimento de la fuerza creadora de la democracia equivale a decretar la muerte de la libertad. Una constitución invariable pretende convertir en invariable al pueblo para cuyo uso ha sido decretada. Y convertir en invariable a un pueblo significa sacrificarlo con el cuchillo ritual de la ley. Este sacrificio solamente favorece a los grandes sacerdotes, a los poderes monárquicos y a quienes viven gloriosamente en la fortaleza inexpugnable. Quizá por ser todo ello evidente algunos pueblos celosos de su dimensión vital, como sucede con el inglés, han decidido vivir sin constitución o, más pudorosamente hablando, con constitución abierta. Declarar la Constitución como la gran e inalterable verdad conservada en el tabernáculo es lo mismo que divinizar una casta inconmovible a su servicio, que abriga unas pretensiones absolutistas. Incluso añadamos, enfrentados a la hipocresía de la época, que la constante referencia al parlamento creador de esa carta magna como redactor democrático del texto inmóvil, aposenta a los diputados de ese parlamento en sitiales perniciosos para el común. A estas alturas del siglo digamos con Gramsci que en los parlamentos actuales no caben ni la aristocracia ni el proletariado, ya que son cámaras creadas para la burguesía mediante la revolución que la hizo depositaria de toda la sociedad. Y bien ¿cabe hoy, vencido el poder aristocrático y en cadenas el proletariado, hablar de la revolución burguesa como si constituyera la ambición totalizante de la sociedad presente?

Señor Zapatero: cuando usted dice al lehendakari vasco que fuera de la Constitución no tienen ustedes nada que hablar está consumando un liberticidio contra la democracia. La libertad creadora de un pueblo, en este caso el vasco, no está constituida sino que es constituyente. No está lograda sino inconcepta. Y no hable usted de esa mayoría que forma el pueblo español, radicado como siempre en la inquietante quietud de la guerrilla, para certificar una vez más a los vascos como la minoría que ha de aceptar el emburrio constitucional. El problema reside en que el vasco no es español, al menos mayoritariamente hablando. Esa es la cuestión que declara inaplicable su Carta Magna extranjera en Euskal Herria; esa Carta Magna, esa nerviana amada inmóvil que sumerge en la inanidad social a la democracia a la que usted recurre sin darse cuenta además, repito, que la democracia es el nanosegundo creador y la Constitución es la lápida colocada sobre la vida posible. Usted agrede a un pueblo exigiéndole que se postre ante una Constitución ajena. Es más, el mismo pueblo español queda despojado de la democracia al encerrarle en la caja fuerte de un documento que huele a herrumbre. «Era de latón,/ de latón, de latón era,/ era de latón/ el cacharro de la abuela».

No se nos olvide ahora la segunda frase que mueve este papel. Una frase que redondea la retórica insidiosa con que su Gobierno maneja a veces la realidad a fin de que el acosado pueblo clame en defensa de lo que ustedes le regalan como democracia y libertad. Vayamos a su pequeño Fouché el Sr. Rubalcaba. ¿Y qué ha dicho el Sr. Rubalcaba agitando «pro domo sua» el atentado de Legutio, que tanto duele a la paz y a la concordia? Pues nada más que esto: «¿Habrá alguien tan mal nacido que justifique el que se pueda colocar una bomba donde duermen unos niños?». No, señor ministro, no hay mal nacido que justifique la pretensión de matar a unos niños, si es que ha habido concretamente esa pretensión. Pero la cuestión es otra, ahora que, afortunadamente, esos niños viven. La cuestión radica en saber quién ha sido el frívolo que decide que unos niños vivan en un cuartel y, además, en un cuartel situado en la primera línea de fuego. Ni los cuarteles son propios para la educación de infantes ni concretamente cuarteles como el de Legutio han de existir como hogar bajo ninguna clase de reflexión. La patria empieza donde hay un niño seguro y respetado.

Una compañera de tertulia televisiva, por otra parte tertulia habitualmente correcta y sensata -así como lo es la compañera que me interpeló quizá en un momento poco reposado-, me reprochó la posible intención mía de considerar a esos niños como un escudo colocado ante los que atentaron a la instalación. ¡Ni por asomo quise insinuar eso! Hubiera sido, sí, una canallada. Lo que dije constituía una reflexión profunda y dolorosa ante el hecho de que un ministro mostrase a esos niños como elemento emocional poco puro de intención. No estoy justificando mi breve alegato acerca del alojamiento de los niños próximos a la muerte ni retorciendo en absoluto la situación. Conste eso con toda rotundidad por mi parte. No soy yo quien ha instrumentado una frase con tan retorcida retórica. Lo que parece muy preocupante es que cada vez se introduzcan más recursos de una insidiosa retórica en una situación tan dolorosa como la vasca. Repito, pues, lo que dije «ut supra» acerca de la vaciedad intelectual que normalmente constato en el Sr. Zapatero, hoy nutrida de mayor intención y alcance por el ministro del Interior, y anoto al margen de tal constatación la necesidad de poblar con ataraxia y claridad honesta el discurso político, sea el que sea y de quien sea. La paz se hace sobre todo con contención en el lenguaje, con elegancia en las referencias, con honestidad en la confrontación. La paz presupone una secreta y previa intención pacífica en quien habla, que jamás ha de entregarse a la mordacidad aldeana, al gesto montaraz ni a la frivolidad del discurso elemental y zafio. La paz no se hace con el instrumental tosco de la guerra. La paz está demasiado poblada de muertos para que juguemos a pares y nones en ese inmenso cementerio.

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