Julen Arzuaga Jurista y miembro de Giza Eskubideen Behatokia
Cuando la inmundicia, irremisiblemente, emerge
La represión acumulada durante largos años, que el Estado constantemente intenta ocultar, silenciar tanto sus efectos como sus causas, siempre emerge, desborda una y otra vez ese ocultamiento, según la reflexión de Julen Arzuaga, «si no por sí misma, al menos con un pequeño empujón de ciudadanos anónimos».
Me viene a la mente un episodio en el que Homer Simpson trata de ocultar bajo el césped de su jardín toda la basura que genera su conocida familia. Hasta que el jardín se satura. Cuando intenta enterrar la última carga de residuos, la cubre por un lado y ¡plop!, por el otro aparece lo que ocultó la semana anterior. El personaje empuja hacia las profundidades la bicicleta roñosa que acaba de surgir a la superficie, pero en la otra punta del jardín emerge el televisor roto que había cubierto de tierra días antes.
El Estado español y toda su estructura administrativa han puesto en práctica los últimos años un sistema similar para ocultar la inmundicia, la miseria, el dolor que ha generado la aplicación de los diferentes mecanismos represivos -de hecho, todos los que tenía a su alcance- contra la disidencia vasca. Ha pretendido que esta dinámica cuente con la más absoluta de las impunidades, mientras funcionaba, por un tiempo al menos, el ocultar sus vergüenzas bajo el césped de su jardín trasero: las legislaciones de emergencia, los tribunales excepcionales, guerra sucia, la política de «tirar a matar», la siempre presente práctica de la tortura, el constante agravamiento de la política penitenciaria, la extensión de la consideración de «terrorista» a cualquier actividad pública, pacífica; y en definitiva, esa especie de «barra libre» represiva que hace tiempo se inauguró. Una cuota altísima de sufrimiento, que ha supuesto una escalofriante tasa de represaliados por motivos políticos, tasa que aunque se pongan todos los instrumentos para ello, resulta imposible de ocultar.
Medios de comunicación afectos al régimen se quejaban de que tenían poca suerte con los instrumentos internacionales, que les afean su intachable estado de derecho -fina ironía-. Cierto, el Relator de Naciones Unidas para la Tortura, Theo van Boven, realizó un informe demoledor contra el Estado español que éste prefirió obviar y, en respuesta, calumniar al experto holandés y acusarle de estar abducido por las fuentes terroristas. Precisamente, este relator comparó el contexto español con el régimen argentino del dictador Videla, no por la gravedad de los hechos, sino por la actitud de las autoridades españolas, obcecadas en negar lo evidente. Así que, ante la petición posterior del Relator para la Libertad de Expresión, Ambeyi Ligabo, de cursar visita al Estado español, el Gobierno español prefirió, por elevación y para evitar riesgos, prohibir su entrada en el territorio. ¡Oh, democracia!, censuran a quien valora el impacto de la censura. Por último, y para completar los tres aspectos sobre los que el Estado español más explicaciones debe a la comunidad internacional, durante la reciente visita del Relator para la Protección de los Derechos Humanos en la Lucha Antiterrorista, el finlandés Martin Scheinin no cumplió con el guión que la prensa española le marcó previamente. Y como las conclusiones a las que llegaba -apuntando a la práctica de la tortura, al papel de la Audiencia Nacional y a la aplicación de medidas excepcionales- no eran del gusto de sus interlocutores gubernamentales, los responsables de prensa adoptaron por la ocultación de sus recomendaciones y directamente, situarlo en el saco de los ilegalizables: «El Relator de al ONU no condena el atentado» titulaba la prensa ultramontana, en referencia a su posición pública frente a la acción de ETA contra el cuartel de Legutio. Las palabras del informe presentado por el experto cobran más sentido que nunca: «cuando se empieza a caer por esa pendiente se corre el riesgo de conculcar muchos derechos».
Pero esta voluntad de «tapadillo» no es privativa de las autoridades centrales. El acto de solidaridad con las víctimas del terrorismo organizado recientemente en el Kursaal por el Gobierno de Gasteiz busca claramente aplaudir a unos y obviar, enviar a las catacumbas del olvido a otros. El denominado por Ibarretxe «Plan para la Paz y la Convivencia» considera que la única violencia es la del régimen anterior al 78 y la de ETA. Porque de interpretarlo de otra manera, le tocaría también dar explicaciones por la responsabilidad de su policía en la vulneración de derechos humanos de ciudadanos vascos. Porque así se sitúa cómodamente junto a unos, pero frente a otros, esos otros que le recuerdan que no son reconocidos en su sufrimiento, menos aún reparados y, lo que es más grave, que no se adoptan medidas para evitar que se repita la práctica vulneradora, subrayándose así la incapacidad de las instituciones autonómicas para defender a sus ciudadanos.
Consecuente con esta actitud, el Ayuntamiento de Zizurkil, gestionado desde el apartheid por el PNV, retiró con los votos de PSOE y PP el nombre de la plaza dedicada a las víctimas del terrorismo de estado Joxe Arregi y Jose Luis Geresta. Pero esta posición no parece suficiente cuando la Audiencia Nacional ha llamado a declarar al alcalde de Arrigorriaga, también del PNV, por mantener el nombre a la plaza de Miguel Angel Beñaran «Argala». El PNV se baña vestido, por no encontrar donde guardar la ropa.
Pero sí hay ciudadanos y ciudadanas que hemos tomado el compromiso, no sin dificultades, de escarbar decididamente para que la inmundicia de la represión salga a la superficie. Algunos, hoy procesados por esa labor en el sumario 33/01 contra el movimiento pro amnistía en la Audiencia Nacional. Y es que también aquí llegó el largo manto de la ocultación: la presidenta del tribunal trató de evitar que los testigos presentados por los procesados hicieran públicas sus experiencias vitales generadas por la represión del estado. Así, de forma más o menos altisonante, Teresa Palacios cortaba los testimonios de tortura de Otamendi y Romano, los relatos de Edurne Brouard, Arantza Lasa y Carmen Mañas sobre la muerte de sus familiares a manos de los aparatos más sucios del estado. Goreti Ormazabal no pudo explicar la ejecución de su hermano Juan Mari por efectivos de la Ertzaintza; a Andoni Txasko se le toleró a duras penas hablar de los hechos del 3 de marzo del 76 cuando la Policía Armada mató a 5 obreros que realizaban una asamblea en una iglesia de Gasteiz, siendo él mismo herido. María José Campos, Kontxi Luna y Mattin Troitiño difícilmente pudieron expresar las condiciones de vida que sufren sus familiares en prisión. Al último de ellos la presidente del tribunal cortó su alegato, espetándole que no cuente «películas».
Esta obsesión por considerar la realidad una «película» e intentar ocultar las causas y los efectos de la represión ha sido también inoperante. La propia fiscalía durante el juicio, con la práctica de la prueba documental, aportó al tribunal reseñas de prensa que se debieron leer en vista pública y que desgranaban hechos de represión y violencia del estado, con la intención de criminalizar la actitud que ante ellos adoptábamos nosotros y nosotras, como tantos otros miles de personas. Actitud de protesta, de altavoz, con la única pretensión de visualizar esa realidad oculta, de colocar luz sobre ella. Al menos sobre la que hemos podido constatar, porque no dudamos de que las cloacas del estado tienen más recovecos, curvas y pliegues aún desconocidos, aún más oscuros.
Es patente que la inmundicia acumulada de años de represión, de forma tozuda, desborda una y otra vez los paneles de contención que sus encubridores han colocado. La miseria de la represión resurge continuamente para recordar al Estado su responsabilidad. Si no por sí misma, al menos con un pequeño empujón de ciudadanos anónimos. Por mucho que este Estado, emulando a Homer Simpson en el jardín de su casa, pretenda escabullirla.