Maite SOROA
Las loas de Federico a Federico
A Federico Jiménez Losantos, el radiopredicador episcopal, lo sentó en el banquillo de los acusados el alcalde de Madrid por haberle puesto como chupa de dómine durante cuatro largos años. Y ayer en su diario en la red «Libertad Digital» publicó un editorial que no tenía desperdicio.
Decía Jiménez Losantos que «quien en España osa criticar y poner en tela de juicio el nacionalismo, el progresismo hegemónico o ambas cosas a la vez, tiene que pasar necesariamente por el mismo calvario mediático judicial que Federico Jiménez Losantos y todos los que le acompañan en la noble causa de defender, a un tiempo, la idea de España y de la libertad». ¡Olé!
Resulta enternecedor oír hablar de la libertad de expresión a personajes como éstos, ¿verdad? Y el tío insiste en bañarse con colonia: «Nada esencial ha cambiado. Quizá que hay más medios y que la irrupción de Internet ha abierto un espacio donde se disfruta de una libertad exuberante (...). En todos los demás ámbitos la izquierda y el nacionalismo siguen llevando la voz cantante y son perrunamente fieles a la vieja consigna de lapidar al disidente. Durante la pasada legislatura los intentos de cerrar la boca a los periodistas de la cadena COPE pusieron tan en evidencia a sus autores que la ofensiva terminó por perder fuerza, diluyéndose en un persistente e inagotable ataque ad hominem a los que han hecho de esa emisora una referencia en lo que toca a independencia informativa». ¡Baja Modesto, que sube Federico!
Y sigue Federico hablando maravillas de Federico hasta que alcanza el clímax: «En resumen, la historia de siempre, de lo que ellos acusan es lo que ellos perpetran. Porque Jiménez Losantos, haciendo honor a su condición de liberal, nunca se ha opuesto a que nadie opine libremente ni ha pedido el cierre de una emisora de radio cuyos contenidos no le agradan. Esta es la principal diferencia entre el uno y los otros. Entre el periodista libre y valiente que se justifica ante sus principios y su audiencia, y los que responden a la consigna estúpida y totalitaria de laminar al que se opone sin escatimar en violencia verbal ni en disparatadas ocurrencias siempre cargadas de veneno». La verdad es que no tienen sentido del ridículo.