Perfil [ Gordon Brown]
Un superdotado vencido por su avaricia y por los elementos
Dabid LAZKANOITURBURU
Hijo de un pastor protestante de quien asegura que heredó sus sólidas creencias en la justicia social, Gordon Brown se congratula en repetir que todas sus acciones están guiadas por la rectitud moral. Un año después de su llegada al poder, sus críticos se preguntan, sin embargo, si no es que ha perdido ya el norte.
Antes de entrar en Downing Street, este escocés que durante diez años logró el récord de permanencia como canciller del Exchequer prometió una «nueva forma de gobernar» privilegiando la sustancia sobre las dotes comunicativas.
Con su imagen de integridad, esperaba acallar a aquéllos que le reprochaban su autoritarismo y su escaso carisma. Pero tras un año marcado por sus indecisiones y el cinismo político de algunas de sus decisiones, los británicos dudan abiertamente de su competencia para el cargo.
Las críticas más acervas a su carácter -uno de sus antiguos colaboradores, Lord Turnbull, le calificó como estalinista- han cobrado gran actualidad. Su escasa telegenia, tras un físico poco agraciado, no le han servido de ayuda.
Gordon Brown era, recuerda su hermano, un adolescente «aburrido pero muy inteligente» que, a los doce años de edad, ya repartía panfletos electorales de la asociación local laborista. Con 16 años entró en la universidad y a los 18 se afilió al Partido Laborista. Con 27 años logró un escaño en la Cámara de los Comunes, donde compartía despacho con el hombre al que iba a unir su destino, Tony Blair.
Sus biógrafos aseguran que forjó su carácter tras un accidente juvenil en el que perdió la visión del ojo izquierdo jugando al rugby, percance que a punto estuvo de condenarle a una ceguera total.
Los que le conocen destacan su espíritu vivaz y su obsesión por el trabajo. La princesa Margarita de Rumanía, que compartió noviazgo con él durante los años setenta, recuerda así su relación: «Política, política y política...».
Ocupó el escaño en Westminster en 1983 junto con el afable Blair. Los dos entonces jóvenes fueron bautizados como «los gemelos» del laborismo o los «hermanos de sangre». La súbita muerte en 1994 del entonces líder del partido, John Smith, modificó sus destinos y el de la historia reciente del laborismo.
En el transcurso de un desayuno secreto -jamás confirmado oficialmente-, ambos firmaron el Pacto de Granita -que debe su nombre al del restaurante del barrio londinense de Islington donde supuestamente se fraguó- y por el que Brown, que era considerado el sucesor natural de Smith, aceptó ceder el puesto al popular Blair con dos condiciones: que le garantizase un control absoluto de la política económica y que le cediese el mando tras un mandato. Blair no cumplió la segunda parte y la rivalidad entre ambos llegaría a ribetes destructivos.
Los primeros años se vieron coronados por el éxito. Blair y Brown enarbolaron la bandera del «Nuevo Laborismo», desgajado de las reivindicaciones obreras y los sindicatos y en un viraje claro a posiciones de la derecha liberal.
Arrasaron en las elecciones de 1997 poniendo fin a 18 años de gobiernos conservadores.
Blair repitió victoria y completó su segunda legislatura. Inició incluso una tercera, ya baquetado políticamente y a punto de echar la toalla, aunque impelido quizás por la ausencia de recambios.
Brown se hizo con el Ministerio de Finanzas desde 1997 y se labró su imagen de «padre riguroso». Otorgó independencia al Banco de Inglaterra y evitó la entrada de Gran Bretaña en el euro, contra la opinión del propio Blair. Su gestión fue acompañada con un fuerte crecimiento de la economía del país, envidia de otros países europeos.
Acusado de forzar la rebelión que obligó a Blair a renunciar un año después de su tercera reelección, Brown, en caída libre en los sondeos, suspira por librarse de un destino similar que parece, si no media milagro, inexorable.