A sus 81 años, Jon Arana repetirá la gesta de 1958 en la Torca del carlista
El día 4 de abril de 1958 Jon Arana Urkiola descubrió en la zona de Karrantza la tercera mayor sala subterránea del mundo: la Torca del Carlista. Ahora, a sus 81 años de edad, este vecino de Zumarraga va a repetir aquella hazaña para celebrar el medio siglo de un hallazgo inesperado.
Iñaki VIGOR
Apesar de que ya han transcurrido 50 años del descubrimiento de aquella descomunal sala, Jon Arana conserva en su memoria todos los detalles de la gesta, como si hubiera ocurrido ayer mismo. Recuerda que era un Viernes Santo, que él tenía unas facultades físicas «fabulosas» y que no le daba ninguna importancia a sus incursiones en cuevas y simas «porque lo hacía con total facilidad y todo nos parecía normal».
Sin ningún conocimiento de cómo utilizar una escala, Jon Arana se aventuró en 1957 en la Sima del Roble, que fue la primera gran cavidad profunda a la que descendió. Un año después formó parte de una expedición a la zona de Karrantza, donde se encuentra la Torca del Carlista. «Dos compañeros bajaron a -30 metros pero no quisieron continuar porque decían que era algo terrible. Yo pedí el relevo encantado, pero no tenía material, porque lo había dejado en el campamento después de haber descendido a otra sima. Me dejaron un buzo y un casco de batería, porque ninguno tenía de carburo, y aunque era la primera vez que veía uno así, me metí en la sima. Tenía tantas ansias de bajar -recuerda este veterano espeleólogo-, que lo hice con todo el material prestado».
Enseguida descendió a -30 metros, donde se había quedado uno de sus compañeros. En aquellos tiempos no disponían de los modernos sistemas que existen en la actualidad para bajar a las simas. Sólo unas escalas de diez metros cada una. Empalmaron varias y consiguieron hacer un «tren» de 160 metros. Después de comer un bocadillo, continuó el descenso a lo desconocido, comunicándose con simples tirones de cuerda. Un tirón era «stop»; dos tirones significaban «su-bir»; tres quería decir «des-cen-der», y cuatro tirones de la cuerda daban a entender que «he-lle-ga-do».
Una vez colocada la cuerda de seguridad que llevaban atada a la cintura, Jon Arana dio tres tirones seguidos a la cuerda para dar la señal al equipo de superficie: «Des-cen-der». Los primeros treinta metros ha- bían sido totalmente verticales, pero después la sima cogía un poco de inclinación. «Se sentía una atracción terrible del vacío. Vi a mi derecha un pequeñísimo descansillo, donde casi no me podía tener ni de pie. Fui balanceando la escala, haciendo de columpio, y llegué hasta ese peldaño. Una vez asegurado, tenía que saber qué había abajo. No sabíamos si podía haber un lago, un río subterráneo o con qué tipo de problemas me iba a encontrar. Entonces eché una piedra y empecé a contar: uno, dos, tres... Calculé que la piedra recorrería diez metros por segundo. Cuando ya iban siete u ocho, pensé que habría sonado en alguna parte y no lo habría escuchado. Pero continué contando, y al llegar a once, oí el ruido del golpe: ¡paumm! Me quedé sorprendido de la gran profundidad que tenía a mis pies. Era una sima totalmente vertical, porque la piedra no había golpeado en ninguna parte hasta llegar al fondo. Calculé que me faltaban entre 100 y 120 metros. Me tranquilicé porque no había escuchado ningún `¡chop!', lo que significaba que al menos no había agua».
Jon Arana estaba dispuesto a seguir bajando en medio de una oscuridad casi total. Pidió a un compañero que descendiera hasta donde estaba él, para que tuviese un faro encendido a fin de facilitarle el regreso. «Pero me dijeron que no bajaban. Les supliqué e incluso les amenacé, pero no hubo forma de hacerles bajar», comenta. Aún así, se empeñó en seguir descendiendo por aquel desconocido mundo subterráneo.
Con la ayuda de la escala, comenzó a bajar. «No veía completamente nada ni hacia arriba, ni hacia abajo, ni hacia los lados. Estaba bastante cansado. Las manos me resbalaban de la escala y me tuve que ayudar de los brazos. Por fin vislumbré que me iba acercando al suelo, hasta que al fin puse el pie en tierra firme. Aquello era terrible. No veía absolutamente nada, porque la luz que llevaba no perforaba la oscuridad. Sólamente veía el suelo, que era un laberinto de rocas», relata entusiasmado desde su casa de Zumaia.
«Saqué el cuchillo instintivamente»
Al encontrarse solo en medio de aquella inmensidad, Jon Arana tuvo una reacción instintiva: echó mano de su cuchillo de monte y se puso a olfatear profundamente. «Recordé que nuestros antepasados, que vivían en cuevas, se servían del olfato para detectar peligros. Al mismo tiempo, agarré el cuchillo y me puse en disposición de luchar contra lo que fuese. Enseguida me di cuenta de lo que había hecho -reconoce- y me eché a reír. Enfundé el cuchillo, me puse de rodillas y di gracias a Dios por haber sido el elegido para bajar el primero a aquella cavidad».
Después de una pequeña oración, se dispuso a tantear lo que había en aquel mundo subterráneo. De forma «un tanto imprudente», según admite ahora, se puso a caminar por la cueva, y tras recorrer un centenar de metros llegó a una pared. Luego quiso volver al lugar donde estaba la escala, pero se vio perdido en aquel laberinto de rocas. Quería tener la confianza de que sus compañeros también hubieran descendido por la sima, al menos hasta los -110 metros, para poder indicarle la dirección a seguir.
«Pero miré y no había ni luz ni nada. Me vi completamente solo, perdido. Las rocas se me hacían todas iguales -rememora-. Se me ocurrió echar la luz en círculo, girando la cabeza, y tuve la grandísima suerte de que la luz chocó en la escala y reverberó. Cuando me di cuenta de aquello, lancé un suspiro de alivio, porque ya tenía asegurado el camino de regreso. Entonces me fui hacia el otro lado unos cien metros, y luego hacia otro, pero aquello no acababa nunca. No sabía ni cuánta batería me quedaba para iluminar la lámpara. Me volví y encontré de nuevo la escala. Estaba muy cansado. Apagué la luz y estuve un rato descansando. Me senté a oscuras en una roca y de repente oí que se arrastraba algo a mi alrededor. Cogí otra vez el cuchillo de monte, encendí la lámpara, y resultó que era la cuerda de seguridad. Los compañeros, impacientes de que no tenían ningún contacto conmigo, la movían para ver si recibían alguna respuesta. Recogí rápidamente la cuerda y di un tirón. Todavía me río muchas veces al pensar que aquella cuerda se convirtió en un hilo telefónico. Me parecía oír la alegría de los compañeros que estaban en la superficie. Me la até enseguida a la cintura y di dos tirones: «Su-bir». Hice un descanso a mitad de camino y luego, al pasar junto a dos compañeros, no hubo un saludo muy caluroso por mi parte, porque no me habían echado una mano».
En total, Jon Arana calcula que permaneció unas tres horas en el interior de la sima. Aquel día no había probado líquidos desde la mañana, y al salir al exterior pidió agua con una gran ansiedad. Los compañeros de superficie se miraron uno a otro y entonces Arana comprendió que no tenía nada para beber. «Yo no podía suponer que ni siquiera tenían agua», rememora.
En aquel momento no era consciente de que había batido el récord mundial de descenso vertical, ni de que había descubierto la mayor sala subterránea de Europa. Después de escuchar su descripción, sus compañeros de espeleología decidieron ponerle nombre: la Gran Sala Arana.
Aquel mismo año de 1958 Jon Arana regresó a la sala que había descubierto, pero desde entonces no ha vuelto. A sus 81 años, intentará descender de nuevo este mismo sábado. «Quiero recordar aquellos momentos y despedirme de mi sima», confiesa.
En vísperas de repetir aquella gesta, es consciente de que sus facultades ya no son las mismas de hace 50 años. Entonces era él quien ayudaba a sus compañeros, y ahora son las nuevas generaciones de espeleólogos quienes le ofrecen su ayuda. «Espero que con el esfuerzo de todos, lo pueda conseguir -afirma confiado e ilusionado-. Quiero dejar allí la Virgen de la Antigua».
Una torca es una depresión circular con bordes escarpados en un terreno. El nombre de Torca del Carlista procede del Picón del Carlista, tal como se conoce en Bizkaia a un enclave de las Peñas de Ranero que tuvo un papel decisivo en la Primera Guerra Carlista. La sala que Jon Arana descubrió hace medio siglo en esta zona es la tercera mayor del planeta, sólo superada por una sala de China y otra de Malasia. Tiene 520 metros de largo, 245 de ancho y 100 de alto, con una superficie total de 127.400 metros cuadrados.
En este 50 aniversario de su descubrimiento, la Sociedad de Ciencias Espeleológicas Alfonso Antxia va a iluminar de forma excepcional esta gigantesca sala, que puede albergar en su interior más de ocho campos de fútbol. Para ello, van a colocar en la boca de la sima uno o dos generadores de electricidad, que aportarán 6.000 vatios de luz. El conocido espeleólogo y fotógrafo Jabier Les, presidente de esta sociedad espeleológica, podrá fotografiar así esta impresionante bóveda, y también se grabará en vídeo.
«Para hacer las fotografías me basta con esos 6.000 vatios de luz, pero para el vídeo quizás se puede quedar un poco corto. El problema es que esta sala tiene un gran desnivel. Tocas pie a -154 metros de profundidad y hasta -360 son todo rampas de bloques gigantescos. Una vez que iluminemos la sala, tenemos que buscar el mejor sitio para tener una perspectiva buena y poder sacar el mejor volumen posible», explica el propio Jabier Les, que también se servirá de flashes para mejorar la iluminación.
En esta expedición van a participar 18 personas, que estarán entrando y saliendo de continuo a la sala desde ayer, jueves, hasta el próximo domingo.
Cuando hace 50 años descendió hasta el fondo de la sima, Jon Arana no era consciente de que había batido el récord mundial de descenso en vertical, ni tampoco de que había descubierto la sala subterránea más grande de Europa.
520
de largo, 245 de ancho y 100 de alto, lo que da una superficie total de 127.400 metros cuadrados. Éstas son las medidas de la sala de la Torca del Carlista.