Kurosawa... cine negro, neorrealismo y apología de la vida
Kurosawa confesó en más de una ocasión que no se sentía un cineasta realista porque era un sentimental. Le resultaba imposible mirar fríamente la realidad. Sin embargo, en el corazón de su cine negro palpita un neorrealismo turbio producto de un Japón calcinado por la guerra, donde la corrupción y la violencia marchitan la pureza de sus melancólicos seres
Iñaki LAZKANO | Periodista y profesor de Ciencias Sociales y de la Comunicación
La próxima edición del Festival de Cine de Donostia dedicará una interesantísima retrospectiva al cine negro japonés. «Japón en negro» mostrará películas de directores consagrados como Nagisa Oshima, Shohei Imamura y Takeshi Kitano. La obra del maestro Akira Kurosawa no podía quedar al margen de este sugerente homenaje al género negro nipón. Eclipsado por obras maestras como «Rashomon» (1950), «Los siete samurais» (1954) o «Ran» (1985), el cine negro de Kurosawa nunca ha adquirido la importancia que merece. Pese a ello, el director japonés talló perlas oscuras del calibre de «El ángel ebrio» (1948), «El perro rabioso» (1949) y «El infierno del odio» (1963).
Kurosawa confesó en más de una ocasión que no se sentía un cineasta realista porque era un sentimental. Le resultaba imposible mirar fríamente la realidad. Sin embargo, en el corazón de su cine negro palpita un neorrealismo turbio producto de un Japón calcinado por la guerra, donde la corrupción y la violencia marchitan la pureza de sus melancólicos seres. En ese crudo contexto social devorado por el pesimismo existencial aflora la esperanza. Sólo así se puede interpretar la actitud del doctor alcohólico en «El ángel ebrio» (1948). Salvar la vida del joven yakuza se convierte en su única razón de ser. El humanismo irrumpe en los bajos fondos y colorea de esperanza el fatal destino.
Esa voluntad contra la adversidad que destilan esas negras joyas neorrealistas de la posguerra se vertebra definitivamente en la emotiva «Vivir» (1952); la verdadera obra maestra de Kurosawa. Más allá de su irónica e hiriente crítica social al sistema, la película subraya la necesidad de recuperar el optimismo bajo la desgracia, tal como lo reflejan las palabras que el joven poeta bohemio dedica al protagonista moribundo: «Los hombres son frívolos. Ellos se dan cuenta de qué bella es la vida sólo cuando se enfrentan a la muerte. Además, esos hombres son pocos. Los peores mueren sin saber lo que es la vida. Me ha impresionado su espíritu de rebeldía. Su vida hasta ahora ha sido la de un esclavo. Ahora está intentando convertirse en su amo. El hombre debe ser codicioso y vivir. La codicia es considerada como un vicio, pero esa filosofía ya está anticuada. La codicia es virtud. Especialmente, aquella que sirve para gozar de la vida». La apología de la vida de Kurosawa trasciende el tiempo y se torna en esperanza y anhelo en esta sociedad contemporánea acosada por la soledad y la incomunicación.