Antonio Alvarez-Solís Periodista
La discreta y equilibrada centralidad
Las palabras de Azkuna sobre la centralidad que, según él, debería guiar la estrategia del PNV sirven a Alvarez-Solís como excusa para reflexionar sobre ese concepto tan de moda. El periodista madrileño advierte de que «el centro no es más que lo establecido» y nos llama a no olvidar que, precisamente, lo establecido «es el problema».
En mi «zulo» de Madrid leo que el Sr. Azkuna, alcalde de la hermosa villa de Bilbao, desea que el PNV regrese a la centralidad, de la que, añade, «no se tenía que haber escapado nunca». Como es obvio, el Sr. Azkuna añade que para regresar a la centralidad hay que olvidar la consulta que propone el lehendakari y recusar el «soberanismo», muy propio, subraya el regidor municipal, de los que quieren «irse al monte». La postura política del alcalde no puede estar más clara. El Sr. Azkuna opina que el PNV ha sido siempre «un partido de centro, un partido moderado», que es, por otra parte, lo que ha caracterizado siempre a la vieja, confusa y difusa democracia cristiana.
Ahora se lleva mucho la centralidad. Es un magnífico concepto retórico. La centralidad refiere siempre su ideología y su práctica al centro de todas las cosas. ¿Y quién no quiere estar en el centro, que representa el equilibrio? El que pierde el discurso en un debate suele detener su oratoria para proponer el conocido y protector «volvamos al centro de la cuestión» mientras rebusca alguna salida aceptable. El que ve naufragar su propuesta en el combate social recurre casi siempre al «no nos descentremos», frase que equivale a una pantalla de amianto opuesta el fuego dialéctico del adversario. Los sacerdotes y los moralistas de entretiempo que no desean ir más allá de la virtud tornasolada suelen referir que «en el centro está la virtud». Los conductistas de urgencia parchean siempre las dificultades frente a la razón audaz animando al descarriado a mantener «centrado el timón psicológico». Los poderosos, cuando temen dificultades, suelen recomendar la centralidad a los pobres a fin de lograr una sociedad vivible frente a la posible locura de la revolución. Finalmente, no olvidemos que, en nuestro caso, Madrid está en el centro.
El problema estriba en que el centro no es más que lo establecido y lo establecido tampoco hemos de olvidar que es el problema. La democracia cristiana de Von Papen, que era el centro alemán en los años treinta, facilitó el acceso de Hitler al poder. Von Papen y las SA, que decidieron convertir a Cristo en una fuerza de choque nazi. En Chile la democracia cristiana socavó hasta su final la política social del Sr. Allende y entregó con determinación las trágicas riendas del poder criminal al general Pinochet. Los monárquicos italianos, muy afectos al prudente Vaticano y otros instrumentos de acomodación, pusieron la alfombra de la legalidad al dramático paseo teatral de Mussolini. El Sr. Gorbachov, que era el centro del partido comunista de la URSS, logró que nos metiésemos todos en la ratonera unidimensional de Occidente. ¿Más casos? Cada cual puede aportar otro ejemplo meridiano de lo que es el centro en lo que le afecta. Centro es el socialismo desmoralizador. O el Sr. Rajoy, custodio de la guadaña «popular». Centro es el nacionalismo que pretende, como Cambó, seducir a España, que es como la pretensión de hacer el amor con un pino de Soria.
El alcalde de Bilbao ha reavivado con su última intervención un pasaje histórico en el despacho del cardenal Richelieu. Monseñor atendía a un pedigüeño mientras, ante el palacio del amo de Francia, un grupo de ciudadanos alborotaban en solicitud de que fuera abolido el impuesto sobre la sal y se rebajase el precio del pan. El cardenal, sin moverse de su solemne mesa de despacho, solicitó a su visitante que se acercará al ventanal y le informara sobre el objeto del clamor. «Eminencia, los congregados piden la revolución». Y Richelieu se limitó a mover ligeramente la cabeza mientras se preguntaba en voz alta. «Pero ¿no estamos bien así?». Según mis lecturas, la escena acabó con una frase redonda para despedir al pedigüeño, que alegaba que su solicitud la apoyaba en el hecho de que él «tenía que vivir». «No veo la necesidad», sentenció el cardenal mientras agitaba displicentemente la campanilla para que pasara la siguiente visita.
Realmente los vascos pueden vivir en la centralidad nacionalista, que es el habitáculo político de un cierto y sectorial nacionalismo que jamás descuida las regatas de traineras, el aurresku de honor para honrar a las visitas y la edición de algún libro en euskara. Tres actividades, con el añadido de la rica organización de las festividades del Santo, de las que sólo nos cabe hacer el debido y sincero elogio, aunque todo ello no afecte al ser reprimido de Euskadi, en el seno de Euskal Herria, que es lo que duele a muchos vascos que no se tiran al monte, aunque crean otras cosa los jueces de Madrid, ya que todo Euskadi no es más que omnipresente monte que acaba en la mar que es el morir, según el animoso, lúgubre y castellanísimo caballero Jorge de Manrique.
La centralidad, o el centro sin más, no pasa de ser un aseo facial del sistema establecido a fin de que los ricos no se inquieten por la «revolución» en la calle y los pobres o los ciudadanos atenazados por la impotencia radical lleguen a la conclusión de solamente su esfuerzo, bendecido por las correspondientes instancias, puede sacarles del pozo moral en que se ven sujetos a la cuerda del aguador. La política que no puede confesar su ideología porque la rodea la muerte, el hambre y la explotación suele recurrir a la idea del centro para inyectar en las masas la convicción de que lo justo es la equidistancia, en cuyo seno todo es posible de pactarse. Es más, el centro acostumbra a reducir los dramas a un defecto de técnica material y de falta de rigor intelectual en los que sufren. Con ello los «centrados» o centristas devuelven a los necesitados que protestan, aunque sólo sea «sotto voce», su propia situación convertida en culpa o negligencia propias. En la extraña aceptación social de tal manipulación se aloja hogaño la difundida y asumida creencia de que el único culpable de su muerte es el muerto. Contribuye a patentar como buena tal política el que se atribuya a carencia de formación material o déficit de cultura personal, cuando no de inteligencia aceptable la angustiada situación en que se hallen los necesitados. Vale decir, para centrar asimismo la cuestión, que entiendo por necesitados ese ochenta por ciento de habitantes de la Tierra que únicamente acceden al disfrute del 20% de las mercancías o servicios que producen. El 80% por ciento restante de esas mercancías o servicios van a parar a la minoría de los que, instalados en el centro mismo de los poderes, no producen apenas nada, si entendemos por producción la materialidad de lo consumible y no las especulaciones dinerarias o los grandes solapamientos empresariales. Los que vivimos en los amplios suburbios en torno al llamado centro deberíamos acostumbrarnos a sanear nuestros ojos para ver cristalinamente lo que nos ocurre. Y no sólo ver el campo de concentración en que nos movemos sino traducir esa limpia observación al quehacer correctivo que corresponde. ¡Praxis, praxis...! Sé que plantearse el enfrentamiento con la injusticia conlleva muchos males o al menos incomodidades notorias, pero la vida se construye con ladrillos y no con oraciones.
En el centro, que es un concepto ideal que expresa serenidad, equilibrio y cordura, solamente puede estarse cuando la vida nos permite, con la justa distribución de bienes y respeto a amores y emociones, lo que los griegos clásicos denominaban ataraxia, que es una sensación de complacencia honrada y espíritu de sensatez en el marco de un bienestar general. Tuve un abuelo muy ilustrado que siempre recomendaba a los nietos razonar con sindéresis. Entonces no le entendí. Era muy niño. Años más tarde me di cuenta de que con eso no hacen su camino los poderosos.