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Antonio Alvarez-Solís periodista

Las naciones y el bipartidismo

La institucionalización del bipartidismo supone la sistemática negación del hecho revolucionario. Aplicando este axioma al ámbito de Euskal Herria, el autor advierte contra la amenaza de desaparición del multipartidismo en Euskal Herria y apuesta por «crear marcos en que la actividad ideológica del abertzalismo sea suficientemente dinámica para mantener viva la esperanza».

Habitualmente, los partidos políticos que están muy institucionalizados son incapaces de protagonizar hechos revolucionarios, como es el de la independencia de un país o la socialización de la economía. Es más, sus votantes suelen vagar por un espeso reformismo que contribuye a la pervivencia del modelo establecido. Este tipo de partidos se apoyan en una sensación que es experimentada en la calle de modo muy concreto: el vértigo o temor agudo que atenaza a los seres humanos sumergidos en la abulia ante la invitación revolucionaria. La historia está plagada de épocas de muerte lenta preferida a la vivificante acción revolucionaria, que sufre en su gestación y aún implantación, caso de triunfo, el feroz y continuado ataque del lenguaje instalado, preñado de descalificaciones burdas del proceso innovador.

Lo habitual en la vida política es que los partidos profundamente institucionalizados pierdan o debiliten gravemente su ideología inicial y consagren la mayor parte de sus energías a perpetuarse como aparato de poder, llegando en algunos casos, como sucede a los dos grandes partidos españoles, a urdir una legislación que impida el acceso a los centros de decisión a aquellas organizaciones que pongan en riesgo su liderazgo.

Los partidos poderosos se apoyan en un tupido entramado de intereses que, contrariamente a lo que dicta la razón, son admitidos como los únicos posibles e incluso como base sólida de una vida en paz. Estos intereses son elevados a ideología. Para respaldar esta imagen de inevitabilidad del modelo los partidos preferidos en las urnas suelen atribuirse logros que dimanan no de su acción política y administrativa, sino del natural proceso vital que es propio de la acción mecánica de la ciudadanía. Son partidos que únicamente naufragan cuando esa misma mecánica que constituye el sistema llega al agotamiento de su potencia y produce el desbarajuste social. Es entonces cuando los partidos que han acampado extramuros del sistema han de estar debidamente preparados para abrir el camino al cambio radical de modelo. No hay revolución posible sin que previamente sea asumida por las masas. Precisamente la amenaza potencial que para el sistema suponen las organizaciones minoritarias que encarnan las ideologías alternativas lleva a los partidos institucionalizados a combatirlas con todo tipo de armas, incluidas aquellas que repugnan a cualquier conciencia honesta.

Así, la manipulación ideológica de la violencia de respuesta a la indigna coacción institucional convierte esa violencia tantas veces defensiva en una forma de crimen que debe erradicarse con toda suerte de herramientas, incluyendo en muy primer lugar el control de los medios de comunicación. También es arma preferente e insidiosa el diseño de un cierto número de conceptos que conmueven profundamente al ciudadano común, como es el concepto del peligro inmediato y amenazador protagonizado por núcleos armados que son proclamados a todos los vientos como bandas puramente criminales desnudas de objetivos políticos y sin otra pretensión que la muerte y la delincuencia común. Frente a esas organizaciones suele el poder diseñar una imagen de protección ciudadana contra las mismas que concita la adhesión temerosa de la ciudadanía ya desconcienciada y evita al tiempo toda vía de negociación razonable.

Obviamente, esta manipulación de la realidad restringe el partidismo a unos pocos partidos que protagonizan de modo igual la política represiva y que, con ello, reducen la libertad al marco que ellos ocupan. Por lo general, estas maniobras descalificadoras de toda ideología alternativa suelen acabar en un bipartidismo que enclaustra a la sociedad en un proceso faccioso que cierra el horizonte para cualquier porvenir que no pertenezca al diseño de los partidos institucionalizados. En el seno de ese bipartidismo todo queda condicionado a cuatro o cinco elementos esenciales compartidos por las dos grandes organizaciones turnantes que terminan secuestrando la democracia y reduciendo la política a pura administración, escuálido terreno sobre el cual los dos partidos tratan de manifestar sus diferencias epidérmicas como prueba de una libertad ordenada y aceptable. Esta situación se ha producido de modo históricamente constatable. El bipartidismo ha acabado con la misma democracia liberal, que requiere otra amplitud, o la ha impedido ya de principio, como es el caso de España mediante la llamada Restauración. España vive una política de restauración constante, ejemplo de la cual ha sido la transición, que ha resultado un canovismo carente, además, de toda calidad. La circulación política española es como un paseo en el patio de una cárcel, con sus correspondientes horas de recreo: el aire circula sempiternamente entre cuatro muros. Es la democracia de once a once y media de la mañana.

Ahora, el bipartidismo, que se quiere hacer extensivo a Euskadi, persigue el mantenimiento del status quo mediante el que los vascos seguirán siendo ciudadanos españoles de segunda clase con cierto y restrictivo adobo de medidas autonómicas que actúen como el tan consabido opio del pueblo. Todas las medidas judiciales y policiales que maneja el Gobierno de Madrid están encaminadas a lograr un pacto entre los nacionalistas llamados moderados -no sé realmente en qué puede consistir un nacionalismo moderado, a no ser que adopte un elevado contenido de actividad lúdica- y los socialistas, que han reducido su mísero y engañoso jacobinismo social al ejercicio territorial del nacionalismo españolista. Un jacobinismo repleto de un férreo sentido de la propiedad del terreno de juego político, que ha convertido la Constitución en un soporte ante el que ha de practicarse la obediencia debida e incondicionada y no la obediencia obsequiada, que sería lo adecuado para lustrar la importancia de un documento de tal importancia.

El reduccionismo institucional a dos partidos supone por sí mismo la expulsión de miles de ciudadanos del ejercicio político; dividir la masa social en ciudadanos aceptables y en agotes. Es más, el bipartidismo va fabricando una ciudadanía cansina, alejada de toda creación pública y refugiada en ámbitos personales siempre esterilizantes. El vigor popular desaparece y sobre la vida social se extiende un velo tupido y agostador; precisamente lo que buscan para perpetuarse sin riesgo alguno los partidos que protagonizan la farsa democrática de unas elecciones con resultados conocidos, al menos respecto a las cuestiones fundamentales.

Euskadi ha mantenido su vigor nacional y su posibilidad de un anhelado futuro soberano merced a su práctica de un multipartidismo que durante años ha mantenido a la sociedad vasca atenta y vigilante en la calle. De momento ese multipartidismo no es posible en el ámbito institucional, pero puede vivir ideológicamente en múltiples ámbitos de la existencia colectiva euskaldun. Todo consistirá en crear marcos en que la actividad ideológica del abertzalismo sea suficientemente dinámica para mantener viva la esperanza e ir convirtiéndola en hechos. Los sindicatos, las asociaciones vecinales, las organizaciones sectoriales, la universidad, los entes de cultura pueden protagonizar la batalla política que siga sosteniendo de hecho un multipartidismo que evite la congelación de la sociedad vasca. Mientras ese multipartidismo exista en la realidad de la calle y se produzca con eficacia puede velar y empujar la actividad institucional -en la cual pueden existir aliados convenientes-, convoyándola críticamente hacia horizontes esperanzadores. Si es así pienso que la nación vasca tendrá el futuro que le corresponde.

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