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Eszenak

Pinter se acomoda en la oscuridad

Josu MONTERO | Escritor y crítico

El día de Nochebuena un cáncer de hígado se llevó a Harold Pinter. Había nacido en 1930, no era por tanto joven pero sí seguía siendo airado. Cuando recibió el Nobel en 2005 anunció que dejaba de escribir teatro para centrarse en el activismo político dado «lo inquietante del actual estado de cosas». Inquietante es un adjetivo perfecto para su teatro; lo que denominamos realidad no es ni mucho menos la tierra firme que nos pensamos, sino más bien una zona de arenas movedizas. El teatro de Pinter nos mueve constantemente el suelo bajo los pies y esa falta de certezas da vértigo. Pinter fue amigo de Beckett y, sin duda, uno de sus discípulos más aventajados, pero esos personajes y esos escenarios que en Beckett eran abstractos, en Pinter son absolutamente concretos. De «absurdo bañado de realidad» calificó alguien su teatro. Y si para el nihilista irlandés, entre el interior y el exterior del ser humano se abría un insalvable abismo franqueado sólo por ese destartalado y vacilante puente que son las palabras, para Pinter el discurso de cada persona no es sino una elusión necesaria, una angustiada, violenta, maliciosa o burlona cortina de humo que mantiene al otro en su sitio. Por eso el teatro de Pinter está impregnado de una violencia verbal latente que desasosiega. Ahí están piezas magistrales como «The caretaker», «Regreso al hogar», «Traición» o «El amante», en las que aplica esa visión lúcida y desnudadora al ámbito cerrado y asfixiante de la privacidad, de la intimidad familiar o amorosa.

Y si el lenguaje es violencia, es también poder; y era inevitable que Pinter diera el salto y aplicara su estilete al ámbito de lo público, de lo político. Así, en los 90, su teatro pasó a ocuparse de temas como la tortura o la represión, pero eso sí, sabiendo que el principal compromiso del dramaturgo no es con una idea, sino con su obra y con sus personajes. Escribió así piezas como «The New World Order», «Ashes to ashes» (que su traductor, Carlos Fuentes, tradujo como «Polvo eres»), «Tiempo de fiesta», «Luz de luna» o «El lenguaje de la montaña», publicadas las cuatro últimas por Hiru en un estupendo volumen.

A pesar de su compromiso o precisamente por él, Pinter denunciaba ese teatro que coloca un mensaje, una idea, allí donde deberían estar los personajes. Llegó a afirmar que el origen de sus obras no era otro que juntar a dos personajes de un empujón y escuchar lo que dicen; el dramaturgo no debe ser un ventrílocuo, es él quien ha de ir tras el personaje y no al contrario, afirmaba. Y añadía que no se ha de imponer a los personajes una falsa coherencia; por eso, como lo somos las personas de carne y hueso, sus personajes son inexplicables. Porque, además, «cuanto más honda es la experiencia, menos coherente su expresión».

Amante de las piezas breves -recomiendo mínimas joyitas como «Paisaje», «Silencio» o «Noche»-, y sabedor de que el cáncer se lo llevaba por delante, escogió una sobrecogedora miniatura de su querido Beckett para subir por última vez a un escenario, y es que Pinter era también actor. Fue en Londres en 2006 que interpretó «La última cinta de Krapp», el desolado y clownesco solo de un patético anciano que rememora y se mofa del único y lejano momento en que acarició la vida auténtica. «Acomódate en la oscuridad», repite Krapp.

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