Elecciones y violencia política
El autor pone el acento en que la convocatoria periódica de elecciones no es condición suficiente para calificar a un régimen político como democrático. Y para certificarlo hace un repaso a la historia reciente de lo que denomina «monarquía militar de mercado española».
En España, el sufragio se abre camino en medio de asonadas, guerras y guerrillas entre el antiguo régimen y el movimiento liberal. Desde finales del siglo XIX, el agonizante imperio español se desangró en guerras represivas contra los movimientos de liberación nacional de Cuba, Filipinas y Marruecos. El coste de esas aventuras militares, en términos de explotación y privaciones, lo expresó un pujante movimiento obrero y popular. El Estado español, como siempre, respondió con la supresión de las escasas libertades políticas para los de abajo.
En 1936, los militares africanistas asumieron la vanguardia del fascismo en Europa, derribando por las armas a la II República Española. A este levantamiento se opusieron cientos de miles de «milicianos» encuadrados en unidades militares más o menos regulares. Tras su victoria en 1939, el régimen de Franco suprimió las elecciones y continuó con el exterminio metódico de miles de personas refractarias al «alzamiento nacional». Poco a poco se fue conformando una guerrilla (maquis) que perduró hasta 1953. «Defensa Interior», organización anarquista armada, continuó la resistencia y en la segunda mitad de los años sesenta, apareció ETA.
Tras la muerte de Franco en 1975, la mayoría de la izquierda entregó el poder constituyente del movimiento popular a un nuevo poder constituido que legitimó la continuidad del franquismo. Jueces, policías, militares, periodistas, académicos y políticos que sustentaron el régimen de Franco desembarcaron, con Juan Carlos de Borbón a la cabeza, en una monarquía parlamentaria cuya legitimidad no procede de elecciones libres sino de «la Ley de Sucesión» con la que, en 1969, Franco designó a Juan Carlos como su sucesor en la jefatura del Estado español a título de rey. El pecado original de la monarquía es su continuidad política con un régimen golpista que se alzó mediante crímenes de guerra y atentados contra el derecho de gentes, sosteniéndose, durante 38 años, en base a la represión y la eliminación de las elecciones libres.
Las condiciones políticas para la perpetuación de la monarquía española se derivan de la entrega del movimiento popular que hizo la izquierda a cambio de su propia legalización. En la transición, la amenaza militar abortó el proceso constituyente e impidió, hasta hoy, que se haga justicia a todas las víctimas de la guerra y del régimen franquista, reconociendo la igualdad individual de todas las víctimas pero también la diferencia política entre las víctimas de la represión y la violencia golpista y las víctimas en defensa de la justicia y la libertad. Los «demócratas» de derecha y de izquierda hacen de la necesidad virtud e imponen a una ciudadanía, ya contemplativa, el perdón a un régimen cuyos sucesores carecen del menor propósito de la enmienda. Con este suicidio fundacional, la izquierda se divorció de la organización constituyente de las aspiraciones populares como única fuente de su poder social. Al hacerlo, vendió su alma al diablo de una vez por todas.
La monarquía española realiza elecciones periódicas para designar unos representantes cuyo vínculo con sus representados tiende a reducirse a ese acto singular. Pero la Constitución Española refleja la tutela de los golpistas en su elaboración. Ninguna constitución moderna excluye explícitamente el derecho de autodeterminación («indisoluble unidad de España», Art. 2 de la C.E.) sin el que la soberanía popular se invoca en vano. El Art. 8 de la C.E. otorga al Ejército la misión de garantizar la integridad territorial y el ordenamiento constitucional.
Vivimos entre sobresaltos «democráticos» como el misterioso golpe militar del 23 de febrero de 1981 o los atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid por la participación ilegal de España en la agresión a Iraq, sin que nadie pague por ese delito de crímenes de guerra y alta traición. De nuevo contemplamos -ahora impotentes- el auge del individualismo, la contaminación, la xenofobia, el nacionalismo español, el fascismo cristiano, el asesinato de las mujeres desobedientes, la homofobia, la tortura y la implicación creciente en las aventuras militares contra los pobres. El régimen parlamentario español se asienta en una democracia neofranquista, consentida, vigilada y reversible, gestionada por un bipartidismo que administra, como el régimen anterior, las mayorías silenciosas.
Las elecciones autonómicas vascas del 1 de marzo de 2009 están cargadas de violencia pero no sólo por la actividad de ETA. HB, expresión política del movimiento popular vasco por la independencia y el socialismo, tuvo más de 400.000 votos en las elecciones al Parlamento Europeo de 1987. De ellos, 110.000 votos fuera de Euskadi. La privación del derecho de sufragio para un amplio sector de la sociedad vasca se asienta, por un lado, en la ilegalización de partidos, colectivos sociales y medios de comunicación por el mero hecho de defender la autodeterminación del pueblo vasco. Por otro, en modificaciones ilegales del Código Penal, leyes retroactivas, expansión de los tipos penales, práctica de la tortura, violación de las garantías políticas, jurídicas y procesales de los ciudadanos, sobre todo de los presos, y sabotaje de cualquier atisbo de negociación política para una paz democrática, por parte de la derecha y la izquierda compitiendo por quién es más fiel a la Constitución neofranquista.
La ausencia de condiciones democráticas para el movimiento popular vasco es la fuente de su expresión violenta. La lucha por la paz exige crear las condiciones que la hagan posible. Paz, reconciliación, justicia y democracia son atributos inseparables de una convivencia ordenada y segura para todos. Por eso, la lucha por la paz no es posible condenando la violencia política reactiva y guardando silencio ante la violencia al por mayor de una globalización capitalista administrada por un bipartidismo heredero de un régimen golpista que incumple cada día, derechos y libertades constitucionales del pueblo trabajador.
Con la crisis del ciclo de acumulación capitalista, las amplias clases medias votantes de la derecha y de la izquierda ven peligrar una seguridad asentada en el descompromiso político y el nacionalismo del consumo. El paro de masas, envés de la precariedad de masas, se da la mano con la inseguridad alimentaria y la toma por los bancos de millones de rehenes hipotecarios, para doblegar por completo a gobiernos ya dóciles de antemano.
Este es el escenario político de las elecciones autonómicas vascas del 1 de marzo de 2009. La monarquía militar de mercado española es un régimen basado en una enorme violencia social y en dificultades para seguir intercambiando obediencia ciega por consumismo irracional. Una democracia verdadera requiere algo más que el ejercicio periódico del voto. Eso supone la unidad de la izquierda en torno a movimientos populares constituyentes en defensa de las necesidades sociales, las libertades democráticas, la protección de la naturaleza y la autodeterminación de mujeres, trabajadores y trabajadoras y pueblos.
El precio político de la paz es la democracia. Algo imposible de asumir por el PP y el PSOE, pero también por quienes, desde la izquierda, se reparten los votos de las opciones electorales legítimas, prohibidas de manera tan injusta como ilegal. Los atajos y el esquirolaje político de la izquierda fascinada por las instituciones suponen una grave contradicción en la coyuntura actual. Cuanto más necesaria es una izquierda capaz de convertir la exclusión de masas, producto de un capitalismo injusto, ilegítimo e ilegal en una fuerza negadora, más se profundiza la degeneración de la izquierda capitalista. Para la reconstrucción de la izquierda éste es el aspecto principal de la crisis actual.