Igor Ahedo Gurrutxaga Doctor en Ciencias Políticas
No señor, no: ¡La calle es nuestra!
La calle antes era (y es) la esencia de lo público, expresión de lo colectivo, de conflictos y de su resolución. Por eso ha pasado a la historia la frase de Fraga de «la calle es mía». Porque nos escalofriaba... Hoy una sentencia reconoce que la calle (en este caso un puente) ya no es nuestra: es de Calatrava.Harro nago, Herriko Etxean herrigintzan ari diren herritar ausartak aurrera begira jarri direlako. Eta ausardia piztu da, baita lehertu ere... Eta usurbildar guztiok zipriztindu gaitu.
Bilbao es tan pequeño/ que no se ve en el mapa/ pero bebiendo vinos/ lo conoce hasta el papa...» reza una de las primeras canciones que aprendí en la infancia. Te hacía sentirte orgulloso: «¡nos conoce hasta el Papa!». Te hacía sentirte seguro: «Bilbao es tan pequeño...». Lo «pequeño» como comunidad cercana, sociable, de relaciones humanas, de intercambios, de ilusiones y desvelos. «El Papa» como lo lejano, lo poderoso, lo global. Pues sí, ya hace 40 o 50 años, los y las bilbaínos intuyeron los tiempos en los que ya estamos inmersos. Lo global y lo local, lo grande y lo pequeño, se conjugan en esta entrañable canción que nos descubre la pareja gemela de la mundialización: una glocalización que para no generar fantasmas, necesita de un equilibrio entre sus dos piezas.
Pero la ciudad de hoy está sufriendo una metamorfosis de forma que el territorio ya no sólo es sede de productividad sino que pasa a ser en sí mismo un producto que se debe poner en órbita, en la órbita global... Ahora, Bilbao sí está en el mapa... Y ya no es tan pequeño... En esta lógica, es comprensible que nuestras autoridades tratasen de contar con la posición privilegiada que los grandes arquitectos y urbanistas globales tienen en las redes del poder, en las redes de la legitimación simbólica y sobre todo en la lógica de la teatralización de la vida local en el escenario de una farándula global de flujos financieros, culturales y políticos. Fue una buena jugada dentro del tablero variable de la geometría de unas ciudades que ya no se pueden contentar con ser «pequeñas» y que aspiran a iluminar, con las luces de neón que irradian sus centros, más allá de sus fronteras, al conjunto del planeta.
La apuesta por situar a Bilbao «en el mapa» me recuerda al juego de las «7 y media». Hasta fechas recientes, parecía que las instituciones acertaron jugándose la partida a una carta. Pero la sentencia en torno al caso Calatrava me hace intuir que quizá las instituciones «se hayan pasado» de jugada. Vamos, que por intentar llegar a las «siete y media» estamos en riesgo de quedar «fuera de juego». Esta sentencia marca probablemente el rubicón de los riesgos de la apuesta en el casino global por una ralea de personajes caracterizados por una megalomanía solo comparable con su fama global. Y lo marca en su vertiente más tenebrosa, que es la confusión entre lo público y lo privado. Porque, señoras y señores, sepan ustedes que desde ahora, cuando pasean por el puente de Zubi Zuri, han dejado de ser ciudadanos que caminan, para convertirse en piezas involuntarias de una representación que no les pertenece. No es un puente. Es una obra de arte. No es público. Es privado. No os engañéis. No sois personas. Sois atrezzo, sois decorado.
La calle antes era (y es) la esencia de lo público, expresión de lo colectivo, de conflictos y de su resolución. Por eso ha pasado a la historia la famosa frase de Fraga de «la calle es mía» tras los dramáticos sucesos del 3 de marzo de 1976. Porque nos escalofriaba... Hoy una sentencia reconoce, por primera vez, que la calle (en este caso un puente) ya no es nuestra: es de Calatrava. Pues bien, en estos tiempos en los que los bilbaínos asistimos a la esperanza de que el Atlhetic nos traiga la Copa, no estaría de más recordar que además de los leones quien ha puesto al equipo en la semifinal ha sido su afición. Y es importante recordar esto, porque uno tiene la sensación de que puede olvidarse en algunos despachos que quien ha logrado que Bilbao sea lo que es han sido los y las bilbaínas, en su mayoría anónimas. Si las asociaciones de vecinos no hubieran plantado cara al desarrollismo caníbal del franquismo hoy no existiría ni la plaza de Rekalde, ni el parque de Etxebarria, ni el barrio de Miribilla: se habrían llenado de los aberrantes bloques de viviendas que el franquismo edificaba sin orden ni concierto. Si en los solares que ahora irradian las luces de neón hacia el planeta no se hubieran dejado la piel miles de trabajadores en los años de la industrialización, Bilbao no sería esa ciudad que ahora reconvierte su industria pesada en la industria del espectáculo urbano.
Estamos a tiempo. Quizá esto pueda servir para reflexionar sobre el modelo de ciudad que buscamos. Personalmente no quiero estrellas fugaces que vengan a Bilbao para forrarse, acumular prestigio y seguir forrándose en otros sitios. No quiero que mi ciudad las hagan «ciudadanos del mundo» que confunden al mundo con su megalomanía y el grosor de su billetera. Me gustaría soñar que, en adelante, las instituciones se acordarán de su cantera, de decenas de arquitectos y urbanistas orgullosos de su ciudad, que van a trabajar con cariño y amor por esa ciudad que cuando eran niños y niñas era pequeña y no se veía en el mapa. Y me gustaría soñar que, en adelante, las instituciones se acuerdan de su afición. Que le pregunten. Que la escuchen. Que nos permitan ser protagonistas del futuro de nuestra ciudad. Seguro que nadie en la afición va a pretender apropiarse de algo que hemos construido entre todos y todas: Bilbao... el pequeño que no se ve en el mapa. Esperemos que el grande, «el que se ve en el mapa», no se lo coman los tiburones que merodean hambrientos por la ría.