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Joxean Agirre Arregi | Sociólogo

Patxi viene en tren

Sin acritud pero honestamente el autor plantea que, pese a la desazón que genera un escenario político marcado por el apartheid, no pocos abandonan momentáneamente su pesar al ver a los pesebreros abandonar un puesto que creían vitalicio. Ellos crearon las condiciones que han traído esta situación. No obstante, es hora de mirar más allá. En concreto, es hora de articular una alternativa desde una perspectiva independentista. Siguiendo a Chejov, Agirre no plantea soluciones mágicas ante este escenario, pero sí expone claramente en qué condiciones hay que buscar esa solución; lo que no es poco.

Del mismo modo que el traidor Alejandro Goikoetxea, quien tras desertar entregó los planos del Cinturón de Hierro a las tropas de Mola, fue el artífice del Talgo, tren insignia del desarrollismo franquista, Urkullu, Ibarretxe y Nuria López de Gereñu pasarán a la posteridad por legar a las futuras generaciones un balance de legislatura y un plan de infraestructuras adaptados a las necesidades de España. No me refiero exclusivamente al eje ferroviario en el que encaja el TAV, sino a un completo plan estratégico, cuyo hondo calado compromete las áreas cruciales de actuación de cualquier iniciativa de gobierno.

El PNV lleva la friolera de treinta años gestionando gran parte de las instituciones forales, autonómicas y municipales. Para ello se ha mostrado, según las necesidades de adaptación al terreno, pactista, servil, transversal, montaraz, soberanista, juancarlista, abertzale, regionalista, cómodo en España, clave del progreso, conservador y, en ocasiones, hasta independentista. Diseñado como un «catch all party» -partido que aspira a acoger bajo su influencia a sectores sociales de ideología completamente dispar-, lo de menos era mostrarse coherente o tejer un proyecto nacional con los mimbres a su disposición. De lo que se trataba y se ha tratado siempre es de gobernar. Con quién y para qué era secundario: amigos, dineros, cargos de libre disposición y demás ocupaban la agenda de gobierno jelkide, parangonando el grado de éxito de su acción de gobierno con la cota de penetración que alcanzaban en la administración.

La educación, la seguridad, el desarrollo de iniciativas acordes con la perspectiva nacional en materias de infraestructuras, libertades democráticas, cultura y comunicación o sanidad, son, qué duda cabe, las vigas maestras de cualquier proyecto de gobierno. En tres décadas, el PNV ha tenido tiempo y oportunidad de ubicarlas como ha querido, y si a día de hoy denunciamos que el solar sobre el que aspiramos a construir el estado vasco está plagado de minas y de cráteres, los designios de Sabin Etxea son la clave de cualquier análisis para entenderlo. El tándem López-Basagoiti no tendría ninguna oportunidad política de sumar mayorías parlamentarias o designar lehendakari si el PNV y sus aliados ocasionales hubieran avanzado en la construcción y consolidación de un nuevo marco político e institucional con Euskal Herria como idea central.

Precisamente en la dirección opuesta, los gobiernos de Garaikoetxea, Ardanza e Ibarretxe han ido fabricando criaturas afectadas de un raquitismo endémico: una EiTB al servicio del partido; una Ertzaintza cada vez más homologable con los sádicos de uniforme a los que Euskal Herria, en forma de clamor, exige «que de vayan» desde tiempos inmemoriables; sucesivos planes de ejecución de infraestructuras que únicamente favorecen la articulación territorial de España; un modelo educativo y cultural en el que el euskara, el currículum vasco, la universidad nacional y euskaldun siguen siendo agujeros negros en los balances institucionales. Ese miedo irrefrenable a dejar de ser el cauce central y único de la gestión, les ha llevado a parir un ratón tras tres décadas de promesas y alardes de imprescindibilidad. Así, no es de extrañar que el PSE y el PP aprovechen la ocasión para hacer aritmética de primero de ESO valiéndose de un Parlamento sin legitimidad representativa. Apostaron todos, sin excepción, por una cámara sin izquierda abertzale, y ahora Patxi López brilla sobre el escenario como el nuevo rey de bastos de la corte regional. Les falta el «Porrompompero» como himno oficial y quitar Nafarroa Garaia e Iparralde de los mapas meteorológicos del Teleberri para proclamar que el partido ha terminado.

Está por ver hasta dónde lleva el PSE su alianza con la bancada pepera, invertebrada y burda en ideas por mucho que huela a colonia cara. En cualquier caso, la suerte está echada para cientos de cargos públicos y cargos de confianza: la nueva remesa de enchufados se agolpa a las puertas de Lakua para «cambiar el estilo de gobierno» y, de paso, abordar la nave administrativa con el hambre de riquezas y rapiña de los corsarios bajo bandera monárquica. Después, ya le mostrarán el guión al grupo parlamentario del PNV, a sabiendas de que el Concierto Político que proponen éstos suena a música celestial en los ministerios madrileños. Pero la batuta está en manos del pacto de estado en vigor. El mismo que sirve para gobernar Nafarroa Garaia.

En este potaje rebosante de grasa, resulta ingrato sentirse legumbre del país. O dicho de otra forma, los independentistas de izquierdas, la corriente de pensamiento y compromiso que ha vertebrado el sueño permanente de un Estado socialista vasco, no estamos de enhorabuena ante el españolismo rampante que se nos avecina. Pero nadie me negará que la imagen de tanto chupatintas haciendo la maleta y recogiendo sus recuerdos familiares del despacho oficial nos reconforta en medio de la preocupación. No por ser defensores del viejo aforismo de «cuanto peor mejor», como gusta repetir Joseba Egibar, sino tras constatar que el PNV ya no goza del predicamento de los independentistas vascos y tendrá que conformarse con disputarse los abalorios del museo Balenciaga y los euros distraídos de la Hacienda Foral en tareas de oposición. Al menos hasta que los intereses de estado les restituyan en su papel de gestor perfecto. Que no se quejen. El viaje de Patxi López a Ajuria-Enea, si llega hasta la última estación, será en TAV, lo hará con honores y custodia de la Policía española instruida en Arkaute, con un billete comprado en Chamartín y retransmitido en directo por la ETB-2, con Calleja y Gurruchaga como conductores de la gala de investidura. Tras poner todos los ingredientes del guiso y removerlo durante treinta años, ahora les toca probar el punto de sal, servírselo a los nuevos comensales e irse en busca de un buen «menú del día». Nunca, en mucho tiempo, he oído a tanta gente mascullar un «que se jodan» como ahora.

Pero para que el unionismo político no nos llene de amianto y pólvora las bases estructurales sobre las que se asienta nuestro proyecto, la izquierda abertzale ha de hacer una apuesta diáfana y decidida para articular políticamente el independentismo. Las tendencias electorales derivadas de la perversión de las reglas del juego son, sobre todo, preocupantes. O visualizamos de manera clara una correlación de fuerzas diferente en el enfrentamiento Euskal Herria-Estado, o la mayoría absoluta de la que goza el unionismo en los parlamentos instalará un estado de conciencia amoldado a sus necesidades. Al fin y al cabo, todos sabemos que no hay nada más tangible que la traslación ejecutiva y comunicativa de la acción de gobierno. Ahora que el PNV ha dejado de lado todo disimulo, la estrategia nacional cobra mayor importancia que nunca. Su desarrollo en el ámbito de las alianzas políticas y sociales es la mejor manera de sacar de la vía a los padrinos de la represión, y condición necesaria para achicar el espacio al autonomismo. ¿Cómo hacerlo? Permítame el lector recuperar una cita de Chejov alusiva a los relatos, para decir que en un artículo «nunca se debe resolver problema alguno, tan sólo hay que presentar dicho problema de manera precisa». No se trata de conformar una idea genial e infalible, sino de saber interpretar lo que opina la masa crítica independentista de este país y ponerlo a rodar.

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