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La poesía del horror

«Déjame entrar»

 

Mikel INSAUSTI
 
Todo el mundo habla maravillas de “Déjame entrar”, película que gusta por igual a los aficionados al terror y a los que no lo son. Es algo que se da muy pocas veces a lo largo de la historia del cine y que sólo ocurre con obras maestras capaces de traspasar cualquier limitación genérica. Esta cinta sueca va a marcar época, porque las películas de vampiros ya nunca volverán a ser lo mismo. Habrá un antes y un después en relación a lo creado por Tomas Alfredson a partir de la original novela de John Ajvide Lindqvist, pues no se veía una muestra del fantástico poético tan fascinante desde que Charles Laughton hiciera “La noche del cazador” y Víctor Erice “El espíritu de la colmena”. En los tres casos el universo mágico de la niñez aparece como denominador común, como lugar secreto que sirve de refugio para aislarse de la incomprensión de los adultos, para desarrollar fantasías liberadoras. Pero lo que diferencia a “Déjame entrar” y la hace incomparable es la naturalidad con la que funde los elementos oníricos y los realistas.
 
Si nos atenemos a la ambientación costumbrista del barrio de Blackeberg, un suburbio de la periferia de Estocolmo en el que se crió el autor del libro, la tipología «lumpen» que desfila ante la cámara parece salida de una película de Aki Kaurismäki. Son gentes que combaten las bajas temperaturas a base de botellas de vodka, encerradas en edificios grises en los que el frío se cuela congelando las mentes y vaciando las existencias. Hay que ser un niño con mucha imaginación para escapar a un entorno tan gélido, lo que logra el pequeño Oskar gracias a la llegada de una vecinita que no parece ni humana ni nórdica, o al menos no es como los compañeros de instituto que acosan al protagonista. Conecta con ella desde el primer instante porque Eli es eterna, debido a que mientras tenga sangre caliente de la que alimentarse seguirá aparentando doce años. La chica es diferente, por tanto, al resto de chavales y a los mayores, ya que Oskar sufre la separación de sus padres y vive en soledad, sin comunicación posible para contar a sus progenitores el maltrato escolar del que es objeto.
 
Frente a la desoladora realidad cotidiana de Oskar surge la dimensión fuera del tiempo representada por la vampírica Eli, y de ese extraño cruce deriva una insólita historia de amor que hace visible lo intangible, revelando un poder de atracción hecho de sensibilidades ocultas que dejan cuestiones como el sexo en un plano de materialismo decadente. La representación de la conexión entre el pequeño humano y la «no muerta» es del todo asombrosa, al recuperar la tan olvidada en los juegos infantiles utilización del alfabeto morse. El plano final, en el vagón del tren en que huyen los precoces amantes, presenta a Oskar utilizando dichos signos para hacerse oír por Eli, escondida en una caja de embalaje. La escena resulta de una inocencia conmovedora, más aún cuando antes hemos asistido a una carnicería en la piscina de los escolares, de tal suerte que la violencia sangrienta se transforma en pura poesía por medio de sentimientos contradictorios. La relación ente la niña vampira y su sicario podría ser vista desde el prisma de la pederastia, pero la capacidad de sacrificio de ese hombre fiel, dispuesto a inmolarse por ella, dispara emociones profundas que nada tienen que ver con simples abusos. El personaje interpretado por la actriz revelación Lina Leandersson expresa así la paradójica simbiosis entre la indefensión y la supervivencia brutal.
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