Antonio Álvarez-Solís periodista
El pecador inocente
Parte el veterano periodista de una premisa: el poder somete al ser humano, entre otros mecanismos, a través de hábitos como el consumo. Un consumo innecesario que encadena el individuo al dinero, y por ende a los poderes económicos y financieros, «cara y cruz de una misma moneda». Y así, niega las acusaciones que cargan la responsabilidad del creciente avance de la pobreza sobre las espaldas de «quienes han vivido por encima de sus posibilidades».
Me pregunto repetidamente si las innúmeras, maliciosas e irresistibles incitaciones al consumo, tantas veces innecesario o aún perjudicial para vivir una existencia armónica y confortable, podrían, moralmente hablando, constituir algún tipo de delito por hostigamiento o compulsión psicológica. Adelanto ya a las reflexiones que siguen que he contestado positivamente a la pregunta anterior. Quizá cupiera hablarse de un delito de abuso de poder.
Creo que hay un comportamiento inmoral en apremiar al ser humano a determinados consumos que acaban por sumergirle en la servidumbre. La creación de hábitos, en este caso hábitos de subordinación, es una de las pretensiones que abriga siempre el poder. El consumo y el miedo son gravemente contaminantes del inconsciente colectivo. El miedo porque entrega el hombre al poder y el consumo porque lo encarcela en el dinero. Hablemos de este último. La inmensa fuerza de la publicidad, movida por técnicas psicológicas invasivas que afectan incluso al inconsciente, así como la desmedida facilitación de medios para incitar a la adquisición de mercancías o servicios colocan a la mayoría de los ciudadanos en una irresistible tesitura de consumo que acaba por supeditarles de un modo cruel a los poderes políticos y financieros, que son prácticamente un mismo poder, como cara y cruz de la misma moneda.
Hace unos días un periódico de gran circulación titulaba un informe sobre la nueva pobreza de un modo muy significativo: «La clase media que vivió más allá de sus posibilidades vuelve a la realidad de la pobreza». La médula del título, que ya indica una insolente transferencia de responsabilidades del que produce el daño al que lo recibe, se aloja en ese «más allá de sus posibilidades», que sugiere la responsabilidad del consumidor por falta de vigilancia moral sobre sí mismo.
Parece escucharse la dogmática voz tras el dedo acusador: el consumidor ha consumido inmoderadamente, el consumidor ha pecado por exceso, el consumidor sufre ahora el castigo a su desmoderación. De acuerdo con esa construcción lógica quien ha empujado al consumo, quien ha movilizado medios abusivos para ese consumo desmesurado, quien ha allanado los hogares día y noche con ofertas irresistibles queda paradójicamente liberado de toda responsabilidad.
Más aún: quien ha incitado al consumidor con una visión engañosa de la solidez del mercado crediticio o ha incitado al gasto a los individuos, deslumbrándolos con la mejora de su vida, queda al margen del juicio condenatorio e incluso es apoyado desde la cumbre de los Estados con medios y mecanismos que le rehabilitan para tan perversa acción.
Todavía más: el Sistema vuelca cifras ingentes de dinero para restaurar el mismo esquema de vida que produjo la destrucción de millones de personas y familias. Pero el culpable, repiten, es un consumidor que se engañó y engañó a los financieros acerca de sus capacidades adquisitivas. En resumen, el nuevo pobre es el único responsable esencial de su pobreza. No supo oponerse a la oferta publicitaria que negaba cualquier inconveniente para uncirse a las mil formas de crédito, tan fáciles de oferta, tan insidiosas de finalidad. Ni quiso reflexionar como un experto acerca de la averiada navegación que se le proponía. El nuevo pobre es, en suma, un viejo imbécil al que ahora hay que azotar en la palma de sus pies.
Pero ¿acaso ese nuevo pobre no fue arrebatado por la flamígera espada de la competitividad, por la incitación al mimetismo de lo brillante, por el desafío de la torre de Babel construida por los poderosos? En torno al llamado camino de vida americano ha funcionado una perversa moral de la escalada, una declaración de que sólo los pródigos llegan a la gloria; religiosamente hablando, de que cada uno es hijo de sus obras. Thorstein Veblen no acepta esa responsabilidad del débil cuando escribe en su «Teoría de la clase ociosa» o clase que marca el camino del éxito a quienes pretenden el triunfo: «Nuestra norma de decoro en lo que a gastos se refiere, lo mismo que en otros objetos de emulación, viene determinada por lo usos de aquellos cuyo prestigio es justo un grado más alto que el nuestro, hasta el punto de que todas las normas de reputación y decencia, y todos los niveles de consumo toman como referencia los usos y hábitos de pensamiento de la clase social y pecuniaria más alta: la adinerada clase ociosa. Su ejemplo y sus preceptos tienen fuerza obligatoria para todas las clases que están por debajo».
La falaz maniobra con que quiere absolverse este tipo de dominio, maniobra frente a la que han sido esterilizadas previamente todas las razones morales contrarias, consiste en hablar en términos solemnes de la libertad del individuo. El individuo, claman, es el único responsable de sí mismo. Quienes echan mano a este menguado recurso al poder decisorio del individuo ocultan que el ejercicio de la libertad, dentro del modelo social vigente, únicamente es efectivo para quienes disponen de una potente intendencia cultural o una adecuada estructura legal, material y política a su alcance. La libertad es material de minorías. Para los demás la luz que baja de la cumbre ilumina un único camino al individuo que lanzado a un mimético consumo acaba por no ver el horizonte de su propia destrucción. A fomentar esta ceguera contribuye la formación arborescente que recibe desde niño por parte de cien instituciones que le muestran su libertad como arma que ha de protegerle frente a todas las tentaciones. A mantener ese dogma contribuye como un berbiquí una propaganda rocosa e incansable que hace mortal mella en el ser sin verdadera soberanía. Lo cierto es que sólo alguien que viva en el marco de una irreal simplicidad rousseauniana puede ser inmune a las solicitaciones del aparato dominador. O también un bienaventurado como San Antonio está capacitado para resistir tentaciones, desde la mujer desnuda hasta el cochinillo a la brasa. ¿Cómo hacer, además, oídos sordos al discurso de los líderes políticos, aureolados por la sabiduría que al parecer conlleva automáticamente el poder? ¿No nos aseguran, acaso, que el mundo es sólido y nosotros, soberanos? Es irrelevante que esos líderes incurran escandalosamente en la contradictoria doctrina de que debemos consumir enérgicamente para restaurar la economía -¿y el dinero?- mientras cargan todo el descalabro a los consumidores por no haber sabido moderar antes su gasto.
Tornemos al cínico título antes citado: «La clase media que vivió más allá de sus posibilidades vuelve a la realidad de su pobreza». Queda algo por hilar. En primer término esos ciudadanos no vivieron más allá de sus posibilidades en la mayor parte de los casos, ya que tenían un empleo que les garantizaba el gasto y un mecanismo crediticio que les facilitaba tiempo amplio para reponer lo gastado. ¿A dónde fueron a parar ambas cosas? En muy poco tiempo desapareció la continuidad del empleo y, en menos aún, las facilidades crediticias. Luego no ha sido la familia que originó el título citado la que se desmoderó sino que produjeron su quiebra social los que privaron de empleo a la mujer y al marido. Es decir, esa familia no carecía de respuesta a sus compromisos sino que le obturaron las fuentes para hacer frente a ellos. ¿No son, pues, los que produjeron el seísmo quienes han de responder del mismo? ¿No hay en ese comportamiento de los poderosos un evidente delito social? ¿No ha sido sacrificado el ciudadano que circulaba por la existencia con lo que parecía un sólido salvoconducto? Un salvoconducto expedido por los poderes que manejan el estado y por los poderes que disponen del dinero. ¿Quién ha engañado, pues? ¿Cómo se declara al pecador, inocente?