Iñaki Egaña Historiador
«Freedom fighters»
En las navidades de 2003, 2004 y 2005, y como venía siendo habitual, los vecinos de la localidad navarra de Areso colocaron un gran olentzero en el centro de la plaza. Cada año, y con una puntualidad sorprendente, el olenztero desaparecía. A pesar de creencias antiguas y supersticiones, los vecinos llegaron a la conclusión de que el personaje mítico no abandonaba por su propio pie la plaza, sino que era sistemáticamente secuestrado. Acertaron. En 2005 se supo que había sido un destacamento de la Guardia Civil de Leitza la autora de los secuestros. Introducían con nocturnidad y alevosía el olentzero en un patrol del Cuerpo y luego, en un descampado, lo destrozaban.
En el año 2001 la Sociedad de Ciencias Aranzadi fue requerida para investigar los restos arqueológicos aparecidos en las obras para la construcción de un aparcamiento subterráneo en la Plaza del Castillo, en la capital navarra. Las ruinas que se dejaron entrever se remontaban a los dos mil años: un menhir, una necrópolis musulmana, unas termas romanas y una gran muralla. Se sugirió que los sueños de la vieja Iruñea reposaban en esos lugares. El Ayuntamiento de Iruñea, sin embargo, prefirió la especulación urbanística y prohibió a Aranzadi, a pesar de las órdenes judiciales, el acceso a las obras. En el vertedero de la localidad de Beriain, durante una inspección realizada en febrero del año siguiente, aparecieron, según la prensa, «abundantes restos arqueológicos, datados entre los siglos I-II de nuestra era hasta el XVI». Provenían de la Plaza del Castillo que el consistorio iruindarra entregó a los constructores del aparcamiento.
En los primeros meses de este año 2009 hemos asistido a una ofensiva de juzgados e instituciones hispanas contra el recuerdo de los luchadores antifascistas vascos que alguna vez participaron de la iniciativa municipal a favor de su memoria. Estos antifascistas, freedom fighters, luchadores por la libertad en terminología internacional, lucharon contra un sistema fascista, como lo hicieron miles de compañeros en Europa contra regímenes similares.
Es precisamente en el Viejo Continente donde la memoria de estos combatientes perdura de manera tangible. En el Estado francés, que por la cercanía conozco mejor, calles, plazas, placas y monumentos recuerdan a aquellos freedom fighters. En Baiona, Biarritz, Maule, Angelu... las referencias son numerosas, incluso una calle con el nombre de una fuga de prisioneros del campo de concentración de Gurs.
En literatura, asimismo, la actualidad rescata la memoria. La traducción al castellano de «El cartel rojo», la historia de un grupo de armenios resistentes en el París ocupado, es una de las últimas novedades. En el cine, he podido ver en estos últimos meses «Flame y Citron», una pareja de daneses que eliminaba sin contemplaciones a los colaboracionistas, «Espías en la sombra», sobre las mujeres de la Resistencia franco-anglófona, «Resistencia», un grupo de ucranianos, en fin... un pozo sin fondo.
En el Estado español, sin embargo, todo es diferente. Recordemos que, en Europa, el fascismo fue derrotado en la Guerra Mundial por los aliados y que a sus defensores les cupo el desprecio eterno. En el Estado español, en cambio, Franco murió a punto de cumplir los 83 años, después de ejecutar, el año anterior, a siete antifascistas. A uno de ellos, alemán del Este, le cambió incluso su identidad y nacionalidad para que no quedara rastro de su memoria.
España es diferente porque jamás juzgó al franquismo. Ni lo derrotó. Dicen que al menos lo condenó por unanimidad el 20 de noviembre de 2002, aniversario de la muerte del dictador. En marzo de 2006 lo condenó, de la misma manera, el Consejo de Europa. Pero los freedom fighters, luchadores por la libertad, luchadores antifascistas, no reciben el mismo trato que en Europa.
Ysi nos referimos al País Vasco, el trato es denigrante, escandalosamente discriminatorio. Parece como si hubiera un guión permanente en el que se dice: «El Estado español tuvo varios lapsus históricos en el siglo XX, conoció una dictadura más o menos violenta pero, en lo referente a los vascos, su actitud ha sido siempre impecable». En consecuencia, los freedom fighters españoles reciben o recibirán el honor que merecen. Los freedom fighters vascos, en cambio, sólo merecen el ostracismo, el olvido. Más aún. El PP y el PSOE apoyan la creación de una Comisión de la Verdad para investigar los crímenes del franquismo en la Comunidad Valenciana. Los mismos partidos lo niegan vehementemente en la vasca.
Durante años, y hasta hace unos días como quien dice, la respuesta a este guión fue la de la agresión a los símbolos de la memoria. Decenas de lápidas han sido ultrajadas en los últimos tiempos, no ya referentes al franquismo, sino incluso a los ejecutados de la Guerra Civil. Hace unos meses, la placa que recordaba a los fusilados en el barrio donostiarra de Ulia desapareció. Robada. Poco antes, la sima de Otsoportillo, en Urbasa, adonde habían sido arrojados decenas de republicanos, apareció también mancillada, con símbolos nazis.
Si hubiera ocurrido lo mismo en Europa con algún cementerio judío o con algún emblema de la resistencia al fascismo, la agresión habría llegado hasta el Parlamento de Estrasburgo, que la habría condenado por unanimidad. Los culpables perseguidos y encarcelados. Pero España es diferente. La mofa y el escarnio forman parte de su cultura política. ¿Qué esperar de un gobierno que promociona a un policía convicto por torturas, el que mató a Joxe Arregi? ¿Qué nos van a contar tras dar una medalla de reconocimiento al guardia civil que mató a Gladys del Estal, aquella ecologista que soñaba con un mundo más racional?
Los freedom fighters vascos son, para este sistema de guión prediseñado por jueces, políticos y demás, la escoria de Europa. En cambio, los freedom fighters europeos, incluso algunos españoles, son «luchadores por la libertad». No me cabe la menor duda de semejante sentencia tan rotunda: el guión existe.
La prohibición del homenaje a Alberto Asurmendi y Jokin Artajo, muertos en la Ulzama cuando preparaban un sabotaje, en abril de 1969, es una decisión inaudita para una sociedad democrática que dice haber reconocido su pasado y, además, lo ha condenado. La decisión de ordenar retirar el nombre de una calle dedicada a Eustakio Mendizabal, al que un policía mató a sangre fría de un disparo a boca de jarro en la Pascua de 1973, no deja de ser un sarcasmo cuando Melitón Manzanas, torturador de torturadores, ha recibido la más alta distinción del Estado, nada menos que en 2001, en plena era democrática.
El ataque a la memoria de Txiki y Otaegi sigue por la misma senda. Fueron condenados a muerte por un tribunal fascista. En el caso de Ángel Otaegi, juzgado junto a José Antonio Garmendia, también condenado a muerte, el juicio apenas pasó de las cuatro horas. Sin peritos, sin garantías. El de Txiki, desfigurado ya en la foto oficial que distribuyó el régimen tras las torturas que sufrió, fue otra farsa. De nuevo la muerte en unas horas.
La descomposición del régimen franquista no se debió, precisamente, a las artes de una oposición moderada (moldeada) que, a las primeras de cambio, aceptó todos los símbolos del terror, desde la bandera hasta la imposición de enterrar la memoria. La descomposición se debió, entre otras circunstancias, a los freedom fighters, luchadores por la libertad. Cuando el régimen mató a Txiki y Otaegi y a otros tres antifascistas españoles, una huelga general paró el país de los vascos. El PNV se negó a secundarla. No era conveniente. En las prisiones, los rehenes políticos se declararon en huelga de hambre. El PCE la rechazó. No era conveniente.
Euskal Herria es políticamente incorrecta. Por ello, todo vale, hasta las perversiones más insólitas. El olentzero secuestrado, el patrimonio de la vieja Iruñea en una escombrera, la prohibición expresa de investigar el pasado, las placas destrozadas, la memoria de nuestros antepasados mancillada. Por lo visto y según ese guión, todo signo de progreso y justicia es, a todas luces, inconveniente. Y por mor de esa inconveniencia seguiremos asistiendo a renovados secuestros de olentzeros. Secuestros de nuestros mitos más entrañables y de nuestros recuerdos más honrados.