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Jesus Valencia Educador Social

Cada cual en su sitio

El racismo no es un borrón en Tel Aviv; es la esencia misma de un Estado cuyo régimen sionista sólo puede mantenerse gracias a la segregación en la que se asienta

He de confesar que la recién celebrada Conferencia Mundial contra el Racismo me ha parecido interesante. Organizada por la ONU y celebrada en Ginebra en fechas recientes, ha dado de sí lo que cabía esperar, es decir, nada. La Declaración final no puede calificarse de ambigua sino de tendenciosa; basura retórica en la que cada palabra cuesta un doblón a los generosos y complacidos contribuyentes; texto amañado durante meses para que terminara ocultando lo que es evidente.

No hacía falta que Mahmud Ahmadineyad subiera a tan encumbrada tribuna para denunciar a Israel. Cualquier persona tiene, a estas alturas, datos suficientes como para calificar al sionismo de racista. Puede permitirse el lujo de bombardear zonas civiles densamente pobladas ya que sus residentes son ratas. Pintarrajear camisetas con embarazadas colocadas en el punto de mira ya que las susodichas no merecen mejor trato que las conejas de monte. La soberbia con la que miran al pueblo palestino es odiosa y el desprecio con que lo tratan, insultante. Quizá estos datos resulten demasiado sutiles para los bien pagados embajadores que abandonaron la sesión: «Soberbia, desprecio...¿quiénes somos nosotros para juzgar las recónditas actitudes de los demás?». Si la embotada sesera de los 23 ausentados no da para tanto, podían haber tomado en cuenta como indicadores de racismo otros datos bastantes más objetivos: el muro y los omnipresentes controles de carretera.

Israel ha construido un muro de 700 kilómetros de largo y 8 metros de alto sobre terrenos previamente robados. Para edificarlo, ha arrancado de cuajo 173.000 olivos, venas frágiles y arraigadas de las pobres economías palestinas. El maldito muro aleja en horas a quienes se saludaban cada mañana de una puerta a la otra e imposibilita el encuentro de familias que vivían a cinco minutos de distancia. Los que residen en Belén -si son palestinos- no pueden viajar a Hebrón o a Ramalah ya que les está prohibido desplazarse libremente en su propia tierra. Mientras la población israelí puede viajar al exterior sin cortapisas, la mayoría marginada no puede utilizar el aeropuerto Ben Gurion. Un palestino de Cisjordania quizá llegue antes a París, vía Aman, que a Gaza, ubicada a 60 kilómetros de su domicilio. La misma discriminación racista ocasionan los permanentes controles de carretera. Mientras los colonos judíos los cruzan sin detenerse, la población palestina nunca sabe cuánto durará el viaje, aunque sea corto; debe esperar horas infinitas bajo un sol inclemente. Un médico que trabaja a 15 kilómetros de su casa dedica cinco horas diarias para ir y volver del hospital donde ejerce.

Me gustó la Cumbre porque fue clarificadora y dejó a cada cual en su sitio. El racismo no es un borrón en Tel Aviv; es la esencia misma de un Estado cuyo régimen sionista sólo puede mantenerse gracias a la segregación en la que se asienta. Los 23 embajadores que -reconvertidos de diplomáticos en boicoteadores- abandonaron la sesión, no lo hicieron por solidaridad con terceros. Se sintieron directamente interpelados ya que ellos, al igual que sus colegas israelíes ausentes, son auténticos racistas.

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