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Antonio Álvarez-Solís periodista

La inexistencia de Europa

El veterano periodista madrileño analiza en este artículo los resultados que se desprenden de la cita electoral desarrollada ayer en Euskal Herria y en buena parte de los países de la Comunidad Europea. En su opinión, los ciudadanos dan mayoritariamente la espalda a una Europa decepcionante en la fundada creencia de que «nada puede cambiar mientras la democracia no regrese a los espacios en que los pueblos son capaces de reconocerse a sí mismos».

Desde hace años algunos analistas venimos sosteniendo que la existencia de Europa como hecho popular no existe. La Unión Europea en que vivimos no ha pasado de constituir un intento pertinaz para dar un barniz democrático a la colusión de los grandes intereses en detrimento de las masas ciudadanas, a las que el europeísmo financiero ha alejado del poder político real. Por eso las masas no han acudido a las urnas y han deslegitimado una vez más la actual estructura política europea, venida abajo por el embate de la crisis, que ha dejado desnudo el espíritu de esos intereses. No creo que haya otro modo de interpretar la crecida abstención electoral. Si acaso, lo único que ha logrado esta consulta es introducir en la Cámara europea a una serie de formaciones que van a operar como los gusanos en el gran queso ahora enmohecido.

Europa está en el pasado; en la época de las poderosas potencias coloniales que avalaron una cultura con grandes rasgos comunes frente al tercer mundo y el creciente poder americano. Hablar de que la Europa actual es la culminación materialmente unitaria de aquella Europa que hablaba el mismo lenguaje social en Londres que en París o Berlín es no sólo irracionalmente utópico sino, lo que es peor, es falsario, mendaz. La abstención está nutrida por dos clases de sentimientos: el sentimiento de los que se creen radicalmente engañados de cara a la nueva vida prometida y el sentimiento de que nada puede cambiar mientras la democracia no regrese a los espacios en que los pueblos son capaces de reconocerse a sí mismos. Por otra parte, creo que los votos depositados en las urnas no están preñados de europeísmo en una alta proporción sino que se mueven en torno a las batallas internas de carácter estatal.

Los ciudadanos que han acudido a las urnas en el marco del Estado español han pugnado en esa lucha ciega del bipartidismo, si exceptuamos alguna excepción muy significativa, como es la contabilización de los votos otorgados en Euskadi y Nafarroa a Iniciativa Internacionalista, que con la cifra de 140.000 ponen contra las cuerdas la política represiva de Madrid, ya sea por parte del Gobierno del Sr. Zapatero ya sea de la mano del Partido Popular. Esos 140.000 sufragios vienen a recordar amargas dejaciones del PNV de Sabin Etxea o la escandalosa falsificación de las últimas elecciones al parlamento vasco. Ciento cuarenta mil ciudadanos que saldrán una vez y otra del sepulcro en que pretende recluirlos un poder arbitrario incardinado, aunque sea un poder socialista en el momento español, en un fascismo que eleva su tono en Europa.

He escuchado con especial cuidado respecto al acento, al gesto y a sus flecos verbales, las declaraciones de los representantes socialistas y «populares» al dar cuenta de los resultados electorales de esta consulta europea. Leire Pajín, hoy figura con relieve en el PSOE, recurrió, para transformar la derrota en una victoria por pasiva, a la trampa verbal de comparar los malos resultados de su partido con la catástrofe que profetizaban sus oponentes «populares». No ha habido verdaderamente esa catástrofe -aunque lo sea por la abstención-, ergo la pérdida de votos puede ser referida simplemente a la crisis internacional, que a todos alcanza y de la que ningún gobierno es al parecer responsable. No; no ha ocurrido esa catástrofe asoladora, pero por la vena abierta de los grandes partidos alternantes se van perdiendo los votos y el sistema entra en descomposición. Sin embargo la nueva ilusión está ya lanzada al aire de colores: la Sra. Pajín ha pedido que miremos a los cielos a la espera del «nuevo acontecimiento planetario» que supondrá la conjunción de dos líderes mundiales: el Sr. Obama desde su despacho oval con el Sr. Zapatero desde la presidencia semestral europea. Sobre el océano se dibujará la aurora boreal.

Europa se queda sin europeos. Insisto en que se había quedado sin ellos ya a medida que ciertas esperanzas suscitadas por la construcción europea se disolvían en un juego escandaloso y prevaricador en beneficio de la poderosa clase financiera. La Europa social se empobreció con rapidez vertiginosa y todo el cuidado que puso el liberalismo burgués en maquillar y suavizar su dominio social fue destruido brutalmente. En esa tierra quemada por los poderes fácticos se trató vanamente de edificar un europeo entregado al pretendido milagro tecnológico; un europeo insolidario, envenenado por el derecho a «ser uno mismo», como destaca el sociólogo italiano Guisuppe de Rita; «ser uno mismo», que el viejo profesor traduce a la vulgar decisión de hacer cada uno lo que le de la gana; ese europeo incontinente y anárquicamente reaccionario, ese ser berlusconiano que el líder italiano ha lanzado como su gran creación y que le permite, por ejemplo, declararse inmune frente a toda actividad moralmente condenable, como la de ayer, por ejemplo, en que se cerró un colegio electoral napolitano para que la damita de sus fantasías eróticas, la jovencísima Noemí Letizia, pudiera votar sin agobios en esta consulta europea. La respuesta de los italianos a este inimaginable desvarío ha sido una votación arrolladoramente favorable al viejo César que ha inventado, repito, la «libertad para ser uno mismo». ¿Para ser qué?

He leído algunos comentarios que subrayan que el Parlamento Europeo ha saltado hecho pedazos, aunque traten los partidos tradicionales de construir con ellos una cámara que tenga fachada supuestamente verdadera, aunque esa fachada esté hecha con adobes y pajizo. Un Parlamento en el que, sin embargo, van a aparecer representantes de cien rebeldías, reaccionarias unas y revolucionarias otras. Un Parlamento en el que habrá que reconstruir alianzas entre los grandes a fin de taponar los agujeros abiertos en el casco averiado de la gran máquina de poder oligárquico. Pero ¿serán capaces los grandes de solventar sus agrias diferencias, tapadas hasta ahora con los llamados gobiernos de coalición, entre cuyas manos se habían agostado todas las posibilidades democráticas? La depresión que destroza el hígado del poderoso, como en la vieja y mítica historia del héroe encadenado, hace que las maniobras para el consenso en el reparto de poder y riqueza ya no sean posibles hoy con la simplicidad con que lo fueron hasta el momento. No queda espacio social para tales maniobras, que Euskadi sufre seruendamente, ni es posible engañar a todos al mismo tiempo. El nuevo Parlamento Europeo habrá de dedicarse a corromper las pocas voces que llegan a él para desvelar la gran trampa europeísta, pero ¿con qué se les va a engañar?

Habrá que hablar largamente sobre la nueva situación europea. Los viejos poderes aún mantienen sus garras sobre las masas, pero no parece factible que el pan y circo pueda suministrarse con alegría y largueza. Europa se ha desbordado además hacia naciones que nunca han sido europeas y que no encajan en el viejo molde, tan deteriorado, además. Esas naciones esperaban de Europa el remedio para sus males, pero hay un dato que desmiente esa posibilidad de cura: cada vez más inmigrantes miran hacia sus pueblos como remedio a la pobreza que hoy mina a la llamada Europa occidental, es decir, a Europa. Frente a tal hecho poco vale que el Sr. Sarkozy quiera reencarnarse en De Gaulle o que el Sr. Berlusconi aspire a ser el duce acunado con nostalgia. Poco vale asimismo que la Sra. Merkel ensueñe el Reich de los mil años o que los políticos británicos traten de recuperar el «Rule Britania». Todo eso no cabe en la falsificada Europa Unida. Ni siquiera aunque a Europa se le haga hija de Carlomagno, que no tenía ni puñetera idea del invento.

Europa no ha votado a Europa.

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