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Crónica | Fururo de la central nuclear de Garoña

Dime de qué pueblo eres y te diré si estás a favor o en contra de la central

En el día después de la decisión de Zapatero de prorrogar la vida de Garoña, los habitantes de su entorno no se ponen de acuerdo en si la central debe cerrar o seguir, pero sí coinciden en su desacuerdo con la decisión del PSOE.

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Joseba VIVANCO

La densa niebla de primera hora de la mañana precede al puerto de Angulo, ruta del peregrinaje vizcaino que cada fin de semana escapa hacia los valles burgaleses de Mena y Tobalina. Un panel turístico de la Junta de Castilla y León informa de los enclaves de interés. Sobre él, una pintada delata la presencia de un `monumento' no recomendado: «Garoña mata».

Una sinuosa carretera en su tramo final conduce a Trespaderne, donde otra enorme pintada da la bienvenida: «Garoña cierre ya». Pero aquí vive gente empleada en la planta. «Tengo una hija joven, y aquí no quedará trabajo», se queja la propietaria del supermercado Spar. Estamos en el ámbito de influencia de la central. Si la cierran, «tendremos que irnos a vivir a Atapuerca con velas», responde el dueño del restaurante José Luis.

El valle de Tobalina, a pocos kilómetros, alberga la polémica central. El cartel que da la bienvenida tampoco se salva de una pintada que reza «No nuclear». En Quintana María, uno de sus varios núcleos, tres veteranas mujeres departen a la orilla de la carretera. «Si le soy franca, si la habían dado para 40 años, que la quiten, aunque es verdad que mucha gente se va a ir al paro», expone Herminia. «A mí me da mucho miedo que haya un escape y nos coja», dice. Las tres admiten que quien tiene algún familiar en la planta piensa de otra manera. Y reconocen que «cuando hablas con esa gente, te quieren comer si te ven hablar así». Begoña cree, no obstante que «si es segura, que siga, y si no, que la quiten». Ambas son bilbainas, pero con casa en este pueblo. Teresa, en cambio, es natural del valle, y con un sobrino en la planta. «Yo no digo ni que sí, ni que no», responde de manera salomónica, a lo Rodríguez Zapatero.

Unos kilómetros más adelantes, Frías y su emblemático castillo suspendido en la roca. Cerca de un canal con el revelador nombre de ``Iberduero'', pasea Santiago, jubilado y también bilbaino de origen. «Yo creo que la tendrían que tirar, aunque no sé si digo bien o mal. Pero hay gente gordísima detrás... Las que estarán contentas serán las monjas», ironiza en referencia a las clarisas de Medina de Pomar, que se comprometieron a rezar para que Garoña siguiera.

Retomando la carretera general, tras un par de giros a derecha e izquierda surge Quintana Martín Galíndez. Tres inquilinos de la residencia consumen la mañana, a la sombra, en un banco. «Eso lo arreglará el Gobierno a su manera, digo yo», responde Saturnino. A su lado, Manuel defiende que «será mejor que no la cierren, no lo sé», pero tampoco sabe muy bien porqué. «Es que si se cierra te se echa el mundo por encima», filosofea el primero.

En la misma calle principal, casi la única del pueblo, conversa Juanjo, quien cree que «por regla general, el 90% de la gente lo ha recibido mal. Hay gente que trabaja allí y los negocios dependen también mucho, lo mismo que las subvenciones... Aquí la residencia, la guardería, ayudas al Ayuntamiento...».

Iker, un joven que está montando un negocio de hostelería y estuvo trabajando en la planta tres años, lo tiene igual de claro: «Deberían haber dado los diez. Tampoco el Gobierno ha hecho nada para que esto crezca y Garoña ha hecho la residencia, el cuartel, el centro de salud, el colegio... Todo se iría a la mierda».

De ahí a Barcina del Barco, el pequeño pueblo a escasos metros de la central. «La tenían que haber cerrado ya», sentencia uno de sus veinte vecinos, a la puerta de uno de los hasta cinco bares cerrados, cuyo interior deja ver una barra sin botellas y taburetes desconchados. Aquí llegó a haber dos supermercados, estanco, dos talleres y hasta dos pensiones. Hoy, nada. «Un taller y una tienda, pero porque los que lo llevan tienen más de sesenta años», se lamenta.

Este pueblo es de los pocos, se queja, que no se ha beneficiado económicamente de la central. «No han apoyado en nada. Mira esos chalés -señala a unas coquetas casitas de madera-, nuevos y no se venden».

Unos metros más adelante, Garoña y su enorme chimenea. En la puerta de entrada, una de las pocas pancartas alusivas a la polémica: «Garoña es segura ¡Continuidad!». Cuatro kilómetros más adelante, guiados por el caudal pausado del río Ebro, entramos en territorio alavés, en el municipo de Lantaron.

Cruzamos el hoy vacío pueblo de Sobrón hasta el otro municipio vasco más próximo a la central, el de Gaubea. Cuenta con tres pequeños núcleos encuadrados en la considerada zona 1 de emergencias, dentro del radio de 10 kilómetros en torno a Garoña.

Uno de ellos es Nograro, con ocho habitantes. Allí, la casa de Luis la adornan una bandera antinuclear y una ikurriña. Señala las peñas al horizonte; detrás, la central. «Garoña tenía que estar cerrada hace diez años. Lo que han hecho es malo, pero ya se sabe, Zapatero, mucho decir y poco hacer. Igual sonaba la flauta, pero no». Sí reconoce que en Gaubea «a la mayoría de la gente le entra por un lado y le sale por otro».

Más adelante, Villanueva, que acoje el ayuntamiento. Cargada con bolsas de la compra, Tere no duda que «debían de quitarla, pero como Zapatero se vende al mejor postor...». Otro de los núcleos inmersos en la zona 1 es Quejo. Apenas tres habitantes. «Ni mal ni bien. Que siga no es bueno, pero si queremos luz...», tiene sus dudas Feliciano, antes de subirse al tractor. Enfrente, barre las escalareas su vecina Lucía. «Ha sido una chapuza que no la hayan cerrado, pero no está en nuestras manos. Yo estoy deseando que la cierren».

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