Inés, ¿qué vas a hacer este fin de semana? -me dijo Minifer-. No sé... pero lo más probable (y seguro) es que vaya a urgencias... ¿? Sospecho que les resulta tan extraño leerlo cómo a él le resultó oírlo así que les daré una explicación. Si no les convence, tengo más. Voy a Urgencias y espero en la sala. Hay mucha gente. Es un volcán experimental dónde todos desahogan, se describen, plantean sus miedos, valoran el pasado, imaginan el futuro, lloran su suerte. Cómo en la vida mísma.

Pero, en este sala de Cruces yo no soy el médico. No soy el objetivo ni la diana a dónde van esas palabras. De hecho no me miran (a mí, ni a nadie) cuándo hablan de todo ello. He venido aquí sin síntoma alguno por simple curiosidad; también costumbre y quizás adicción.

Y lo mejor: no tengo que recetar nada. Ni tratar de curar ni sanar a nadie. Es más; si alguno muere, ni siquiera me voy a enterar porque no les conozco (bueno, el señor del fondo es un fontanero del barrio amante de una vecina. ¿Qué le pasará?). Si me hubiera quedado en el salón de mi casa en lugar de este de Cruces, hubiera oído otras historias. No les quepa la menor duda. Por teléfono, correo, in situ... Mi karma es ese.

Por lo visto, en mi vida anterior debí de ser sordomuda porque virgen, virgen, virgen... De hablar y de oír voy a ir servida al juicio final, donde no hay necesidad de abogados. Mi médico de cabecera ha sido salpicado por el caso de corrupción destapado por los socialistas en Osakidetza. No me extraña. Le he visto muchísimas veces. Y solamente he acudido en dos ocasiones a su consulta.

Siempre me preguntaba: ¿pero qué hace aquí este hombre en tan peligrosa compañía a estas horas, y allí, y ahí, y luego, en otra ocasión, y una vez más y más y más? Como metáfora me gusta la idea de la vida como un frontón surrealista dónde la mayoría de las veces la pelota no vuelve a ti. Es lanzada, golpea la pared y la traspasa para aparecer en otro frontón, que no es el tuyo, y allá salta y rebota. Se va con otro la pelota de ella.