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Cuando la Libertad perdió la cabeza

Iñaki LEKUONA

Periodista

La libertad perdió su cabeza bajo las nubes de ceniza que cubrieron los cielos de Nueva York el 11 de septiembre de 2001. Se la cortó un verdugo con la guillotina de la seguridad, de la presunta seguridad. El mundo no ha sido el mismo desde entonces, ni siquiera distinto, sino mucho peor. La justicia duradera que emprendió la Casa Blanca trajo consigo una dura era de injusticia. Del ojo por ojo, al cabeza por diente.

Ahora que el inquilino de esa casa es menos blanco, parece que las cosas empiezan a cambiar. Aunque lo más probable es que sólo sea una ilusión, la sensación de que escampa tras una tormenta, porque en realidad las inercias de septiembre de 2001 continúan golpeando a nuestro alrededor, porque la libertad, que corretea decapitada por todas las calles del mundo, no acaba de recuperar su cabeza.

No sé cuándo perdió el Tribunal de Estrasburgo la suya, pero seguramente sucedió el mismo día en que perdió la libertad. Se olvidó de los derechos y de los humanos, y recitó de memoria su doctrina como si se tratara de un Estado, como si se la dictara un Estado. No puede entenderse de otro modo que un tribunal de Derechos Humanos escupiera una sentencia como la de la semana pasada, un veredicto que huele a ceniza, a justicia duradera, a libertad decapitada en aras de la presunta seguridad.

Casi ocho años después, las autoridades neoyorquinas han decidido recuperar la cabeza de la Estatua de la Libertad, cerrada al público desde los ataques del 11-S. Pero sólo treinta personas podrán visitarla. Como una metáfora de la justicia, cerrada al gran público y sólo alcanzable por un puñado de afortunados.

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