GARA > Idatzia > > Kultura

Semana Negra de Gijón, una excepción con margen de mejora

El escritor, poeta y dramaturgo Koldo Campos Sagaseta ofrece su opinión sobre la reciente Semana Negra de Gijón, festival literario en el que el propio autor presentó su última obra: «Jack el Destripador. Diario íntimo», ilustrado por J. Kalvellido y editado por Tiempo de Cerezas. Casi un siglo ha pasado de la España que reflejara Valle-Inclán en «Luces de Bohemia», de aquel «corral donde el sol era y no siempre el único bien», de aquella España de «espuma de champaña y fuego de virutas, de trenzas en perico, caídas calcetas, blusa, tapabocas y alpargatas, de charcos y tabernas, de borrachos lunáticos y filósofos peripatéticos».

p043_f01_97x124.jpg

Koldo CAMPOS SAGASETA Escritor

Vivimos en una época en la que la cultura, en cualquiera de sus formas, no goza de muy buena reputación. Leer, más que un disfrute, se ha convertido en un castigo, en una lamentable pérdida de tiempo que nos priva del goce de la televisión y de sus gloriosos episodios nacionales salpicados de concursos imbéciles y anodinas tertulias. Como apuntaran Les Luthiers con dolorosa precisión en una de sus parodias televisivas, «el que piensa... pierde», y entre la cautiva audiencia de los grandes canales el número de derrotados es casi el mismo que el de televidentes. Nada puede competir en el favor del público con cualquiera de esos interminables seriales o realitys-shows que avergonzarían la condición humana si no fuera porque el sonrojo también se retransmite en abierto.

Para colmo de males, la mentada crisis ha hecho de la cultura su víctima propiciatoria, recortando sus ya de por sí exiguos recursos o remitiendo a un incierto futuro su posible retorno. Si acaso, queda para guardar el disimulo, el triste remedo que por cultura manejan Estado e instituciones, y que insiste, por ejemplo, en declarar como músico a Miguel Bosé o como escritora a Pilar Urbano, por las mismas razones y virtudes por las que Fernando Savater pasa por filósofo y Alfredo Urdaci sienta cátedra como intelectual.

Casi un siglo ha pasado de la España que reflejara Valle-Inclán en «Luces de Bohemia», de aquel «corral donde el sol era y no siempre el único bien», de aquella España de «espuma de champaña y fuego de virutas, de trenzas en perico, caídas calcetas, blusa, tapabocas y alpargatas, de charcos y tabernas, de borrachos lunáticos y filósofos peripatéticos»; de aquel «apestoso antro de aceite cuya leyenda negra era su propia historia»; de aquel «esperpento de sombras en las sombras, de ladinos, guindillas y fantoches, donde mostraba la monarquía sus encías sin dientes y era marquesa del tango Enriqueta la Pisa-Bien»; de aquella España que «transformaba todos los grandes conceptos en un cuento de beatas costureras, cuya religión era una chochez de viejas que disecaban el gato cuando se les moría, y el cielo una kermés sin obscenidades a donde con permiso del párroco podían asistir las hijas de María»; de aquella España que Valle-Inclán describiera con certera elocuencia, en la que «los bizarros coroneles se caían de los caballos hasta en las procesiones y la autoridad era un pollo chulapón de peinado reluciente que se paseaba y dictaba: ¡Aquí no se protesta!».

La España de Cachuli, de Paco el Pocero, de Esperanza Aguirre y Rosa Díez, de Rouco y Cañizares, de Camps y su sastre, de Fabra y su lotero, de Jesulín y la Pantoja, de Aznar y la Botella, de Rajoy y su primo, del señor X y su cuñado Palomino, del Borbón y su corte, de Garzón y su audiencia. Una España en la que los desfiles se han vuelto unos coñazos de obligada asistencia, y los colegas unos hijos de puta de servil adhesión, que ha pasado del salón de billar a los campos de golf, y de pescar en Cantabria salmones amaestrados a cazar en los Cárpatos osos embriagados; una España en la que se malversa y se especula, se descapitaliza y se trafica con tanta generosa impunidad e insistencia que no hay delito o crimen que no aplique y apruebe como causa sobreseída o ignorada.

En semejantes circunstancias, insistir en la bondad de la cultura es, más que una osadía, una penosa muestra de ingenuidad. Por ello es admirable que festivales como la Semana Negra hayan logrado no sólo sobrevivir sino, incluso, crecer. Y lo ha hecho sin sacrificar su original vocación de festival de calle que, desde 1987, año en que inició su andadura, ha pasado de recibir 73.000 visitantes a contar con la asistencia de más de un millón de personas, transformando la semana en casi una quincena, y convirtiendo ese afortunado maridaje entre novela negra y juego en una referencia cultural de primer orden. Entre otros datos relevantes que avalan el éxito de la Semana Negra, en la presente edición más de 54.000 libros cambiaron de manos.

Paco Ignacio Taibo II, escritor asturmexicano, es el responsable de haber creado y conducido durante todos estos años lo que él mismo define como «una Disneylandia para niños trotskistas y adultos insumisos», «un circo de tres pistas» en el que se entremezclan trenes negros, escritores, actores, elefantes, periodistas, mojitos cubanos, editoriales, músicos, ilusionistas, alcaldes republicanos, libreros, poetas, banderas saharauis, encantadores de serpientes, empanadas chilenas... apenas una parte de los espacios y protagonistas que abre y convoca la Semana Negra de Gijón. Sin embargo, acaso por negra al fin, también cuenta la semana con sus agujeros negros. Entre otros, ver de qué manera puede seguir rompiendo el recinto al que se le confina y, en consecuencia, extender sus actividades más allá de sus límites. A pesar de los esfuerzos que, sospecho, se han hecho para involucrar a la ciudad en su Semana, todavía Gijón sigue viviendo de espaldas a su festival. Fuera del recinto cultural, pocos son los signos de su existencia. De ahí la necesidad de persistir en esa vocación por expandirse que ha manifestado la Semana, de manera que pueda el festival involucrar, aún en mayor medida, a la ciudad que la acoge. Tal posibilidad, a riesgo de dispersar la afluencia de visitantes, podría, sin embargo, multiplicar su incidencia y ganar impacto. A ello ayudaría un mayor compromiso por parte de las autoridades locales, no sólo en el orden económico, también en su capacidad de gestionar espacios alternativos y personal que poner al servicio del festival.

El que se diera cabida y participación al teatro, una de las pocas muestras culturales que no goza de excesiva presencia en la Semana Negra, podría contribuir a ese doble objetivo de enriquecer el amplio catálogo artístico del festival y, al mismo tiempo, diseminar su presencia por toda la ciudad, con representaciones en las salas y teatros que puedan habilitarse, incluyendo el teatro de calle. El café-teatro, en lo que tiene de lúdica propuesta, sería un buen punto de partida. Algo semejante podría hacerse y en atención a los mismos objetivos con relación, por ejemplo, a la danza o la pintura, otras de las artes ausentes. Los medios locales también deben mejorar la cobertura que han venido haciendo de la Semana Negra y que, a mi juicio, reclama más constancia y amplitud. De hecho, algunas de las tertulias, de las mesas redondas, de las presentaciones de libros, de las muchas y diversas actividades que se celebran durante los once días de festival, bien podrían retransmitirse por televisión y radio.

Para quien esto escribe, que por primera vez se ha asomado a la Semana Negra, queda la sensación de que Gijón y, especialmente, sus autoridades, todavía no han acabado de entender la importancia de cuidar, hasta con mimo, el festival que Paco Taibo II y otros escritores y gestores culturales han puesto en sus manos, la fiesta popular que, todavía, en mi opinión, no terminan de apreciar. Ojalá que antes de que el ánimo decaiga o la época se cobre una nueva víctima y la Semana Negra deje de ser una excepción, quienes asumen en Gijón y Asturias las responsabilidades de gobierno lo acaben entendiendo.

Imprimatu 
Gehitu artikuloa: Delicious Zabaldu
Igo