He acabado de leer la primera novela de la saga «Millenium», «Los hombres que no amaban a las mujeres», aunque me prometí a mí mismo no hacerlo. Y ya he empezado con la segunda, aunque juré que no caería en la tentación. Quienes, como yo hasta hace poco, hayan asegurado que no leerán el best-seller de Stieg Larsson porque están hasta el gorro de oir hablar de la «Lisbeth Salander de los cojones», parafraseando a ese mismo personaje, cometerán un grave error. Bueno, no es para tanto. «Millenium» no es «Madame Bovary», pero sí que es una obra bien escrita, una novela negra bien estructurada que realiza una denuncia feroz de la violencia contra las mujeres. Asimismo, Larsson muestra una sociedad muy avanzada y liberal en diferentes aspectos bajo la que, sin embargo, se esconden grandes miserias económicas, políticas y sociales. Un paraíso helado.

En todo caso, no soy especialista en la materia, y a pesar de estar obligado a realizar incursiones en la innoble ciencia de la todología por mi mal llevada condición de tertuliano, prefiero no entrar a analizar el valor literario de la obra. Simplemente quiero traer aquí un párrafo de esta primera entrega que me impactó profundamente. Se trata de cuando el adinerado empresario que ha contratado al protagonista para que investigue la desaparición de su sobrina, desaparecida hace 36 años en extrañas circunstancias, le expone las opciones lógicas que existen para aclarar ese misterio. Dice así: «(Henrik Vanger) Cuando una persona desaparece sin dejar rastro, puede haber pasado una de estas cuatro cosas: que haya desaparecido voluntariamente y se mantenga escondida, que haya tenido un accidente y haya fallecido, que se haya suicidado, o que haya sido víctima de un crimen. He considerado todas esas posibilidades». Nada más leer el párrafo me acordé de Jon Anza, y concluí que en realidad ésas eran las únicas opciones para descubrir qué le ha podido ocurrir. Esas son las opciones que deberían barajar todos los afectados. Incluido el hombre que mentía y se fumaba un puro.