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Iñaki Gil de San Vicente Pensador marxista

Identidad, hegemonía e independencia

La hegemonía social del pueblo como fuerza incluyente y no excluyente es el engarce práctico entre la dinámica progresista y democrática de la identidad y avance a la independencia vasca

Caro Baroja dijo que «Toda identidad es dinámica. Es decir, variable». Esta tesis innegablemente dialéctica, extraída de un texto publicado en 1986, confirmaba lo que ya era sabido tanto por el Estado español como por la izquierda independentista vasca de entonces: que las identidades de los pueblos pueden ser frenadas en su crecimiento, desviadas en su evolución e incluso barridas, o al contrario, pueden ser impulsadas y enriquecidas. Que evolucionen en un sentido u otro depende no de la idiosincrasia «racial» o de la genética, sino de las luchas sociales internas y externas, de las relaciones de poder entre las fuerzas sociales enfrentadas.

Ninguna identidad, sea opresora u oprimida, es monolítica, todas están surcadas y a veces escindidas por la opresión patriarcal y la explotación de clase, y en su seno siempre coexisten sub-identidades específicas que corresponden a realidades e intereses enfrentados, aunque, como sucede con las ideologías, en situaciones de «normalidad» las dominantes son la sub-identidad y la ideología creadas por la clase propietaria de las fuerzas productivas, que controla al sistema patriarcal, que dirige la producción simbólica y que vigila la fuerza e implantación del complejo lingüístico-cultural.

En las naciones no oprimidas, el estado es clave para reforzar la ideología y la identidad burguesa sobre todo en largos períodos de crisis social profunda cuando la ideología e identidad trabajadora tienden a disputarle el poder simbólico y la legitimidad ético-política a la clase dominante. El estado y otros instrumentos paraestatales y extraestatales, como educación y prensa «privadas», deportes, casta intelectual, burocracia eclesiástica, etcétera, multiplican entonces sus presiones para reforzar el modelo burgués, en contra del modelo nacional del pueblo trabajador, que a su vez debe ampliarlo para incluir en él a la pequeña burguesía, a las denominadas «clases medias», a los sectores liberales y a la denominada «aristocracia obrera».

La teoría marxista de «hegemonía» explica esta lucha permanente entre modelos sociales globalmente enfrentados y, en contra de la tesis falsa del reformismo, Lenin ha aportado más a la teoría de la hegemonía popular y de clase que Gramsci, al que tampoco debemos restarle mérito alguno. La construcción teórica y práctica de la hegemonía adquiere su pleno sentido en las naciones oprimidas, sin estado propio, o con burguesías débiles y cobardes en lo político pese a su relativo poder económico.

Ciñéndonos al primer caso, al de los pueblos oprimidos, su identidad nacional no solamente está cuarteada por las razones arriba vistas, sino además y sobre todo por esa opresión nacional que le imposibilita desarrollar la hegemonía popular en la identidad nacional, teniendo que contentarse con la identidad descafeinada creada por la burguesía colaboracionista, tolerada por el ocupante hasta que éste decida apretar más las tuercas represivas.

Pero para el pueblo trabajador, la identidad nacional no puede limitarse a lo cada vez menos tolerado, sino que debe abarcar todos los aspectos de su vida cotidiana, con especial incidencia en las opresiones e injusticias que padece porque, al fin y al cabo, lo que la identidad en su sentido radical y decisivo plantea no es otra cosa que la elucidación de qué sujeto es el propietario de la nación: el pueblo trabajador mayoritario que dirige al bloque social hegemónico hacia la independencia, o el estado ocupante que tiene el apoyo de la burguesía colaboracionista.

En el fondo de todo debate sobre la identidad late el problema último, el de la propiedad de las bases materiales y simbólicas que sustentan dicha identidad. Ésta y no otra fue la razón por la que desde comienzos de los 80 alguna intelectualidad progre española inició un ataque sistemático contra lo que ella quería definir como «identidad vasca», acusándola de «racismo sabiniano», «milenarismo vasco», «mitología reaccionaria de Túbal y Aitor», etcétera, recreando una imagen de primitivismo cavernario y paleolítico, cerril e inculto, que venía del pasado, remozada ahora con aires de pacífica civilidad cosmopolita para ocultar el verdadero debate: de quién es Euskal Herria, del pueblo vasco o de los estados español y francés. Sin embargo, toda identidad es variable porque su dinámica responde a contradicciones internas y condicionantes externos.

Pero para una nación oprimida el estado no es un condicionante exterior cualquiera, sino una fuerza interior que monopoliza enormes poderes además de los represivos. Organizarse al margen de esta fuerza, superarla mediante la construcción colectiva de un independentismo hegemónico y arrinconarla con su hegemonía popular creciente, lograr esto ha sido siempre una de las decisivas fases en la emancipación de los pueblos al margen de las diferencias formales entre sus procesos. Frente a esta tendencia en ascenso, el estado no tiene otro recurso que el de incrementar sus represiones múltiples y el de oponer su identidad imperialista a la del pueblo trabajador que oprime. Muy frecuentemente recurre a la burguesía autonomista y regionalista, pero si ésta es desbordada no duda en echarla al margen recuperando él, el estado, de todos los recursos políticos.

Los nazis hicieron esto con el Gobierno colaboracionista de Vichy y ahora lo hacen los españoles en Hego Euskal Herria, por citar dos ejemplos que afectan a nuestro pueblo. Obviando las diferencias entre uno y otro caso, ambos tienen en común el mismo método: tanto el nazismo como el constitucionalismo ha recuperado su poder absoluto mediante su fuerza y su ley.

Desde comienzos de los 80 va ampliándose el ataque a la identidad vasca en sus cinco aspectos vitales que interactúan como partes de una totalidad: la negación del pueblo vasco como sujeto político; la negación de su territorialidad histórica y presente; la negación de su complejo lingüístico-cultural; la negación de su memoria y conciencia militar, y la negación de su derecho de autodeterminación incluida la opción independentista. No podemos desarrollar aquí los cinco componentes materiales y simbólicos de la identidad vasca desde la perspectiva hegemónica de su pueblo trabajador.

El Plan ZEN de 1983 declaró la «solidaridad comunitaria» vasca objetivo básico a destruir, acabar con los lazos que unen al pueblo frente a ataques e injusticias. La solidaridad comunitaria recorre los cinco componentes de la identidad sustantiva y ha sido una de las primeras señas identitarias abandonada por las burguesías de origen vasco en sus sucesivas alianzas con el capitalismo francés y español.

Los ataques a las prisioneras y prisioneros, a sus familiares y amigos, a sus derechos tienen como objetivo acabar con la solidaridad comunitaria. Otro tanto debemos decir con respecto a los ataques a la autoorganización popular en cualquiera de sus expresiones, desde las fiestas hasta la lucha por el euskara, pasando por los ayuntamientos, diputaciones y otras instancias, sin olvidar la universidad nacional vasca y su capacidad para elaborar nuestra historia crítica y autocrítica.

Sin solidaridad comunitaria no existiría ya ninguna fuerza verdaderamente democrática, crítica y libre frente a los tentáculos invisibles u ostentosos del poder. Muchas decenas de miles de vascas y vascos forman un voluntariado popular que milita en las múltiples formas de la solidaridad comunitaria, y en ninguna de ellas está presente el afán de lucro, el mercenariado, esa inmoral política de enriquecimiento individual que busca poltronas y pesebres.

Al contrario, el voluntariado que milita en lo comunitario, en su solidaridad, está cada vez más amenazado con los castigos legales, las venganzas represivas. La hegemonía social del pueblo como fuerza incluyente y no excluyente es el engarce práctico entre la dinámica progresista y democrática de la identidad y avance a la independencia vasca.

Los antiguos imperios mesopotámicos, Roma misma, aztecas e incas, los imperialismos de toda época, han sabido que la identidad de los pueblos es una fuerza material objetiva, que no un exotismo para la distracción. Para los poderes, domeñar la identidad de los pueblos es una táctica transitoria y nunca efectiva del todo, únicamente válida en la medida de su pasividad, una táctica menor inserta en una estrategia mayor que culmina en el terror de estado y que van subiendo escalones represivos de entre los que destaca la imposición forzada del nacionalismo imperialista.

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