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Antonio Alvarez-Solís periodista

Persona y vida colectiva

El autor analiza en este artículo el proyecto político de lo que él denomina «el abertzalismo pleno o de la recta observancia». La soberanía y el socialismo le parecen a Alvarez-Solís objetivos políticos deseables, viables y pertinentes, más si tenemos en cuenta que «hay en la nación vasca una gran tradición de esfuerzo colectivo para levantar las estructuras económicas y sociales que sostienen al pueblo euskaldun en un permanente espíritu de progresismo personal».

Cuando el abertzalismo pleno o de la recta observancia habla del futuro soberano y socialista de Euskadi lo hace de algo que conviene entender en toda su profundidad a fin de no inmovilizar el juicio en clisés viejos y en términos inadecuados a lo que ese abertzalismo pretende, si es que a mi vez he comprendido correctamente la cuestión. Hago esta última salvedad porque nunca está de más manifestar cómo entiende uno las cosas a fin de producir una dialéctica leal y oxigenante. Pues bien, el abertzalismo al que me refiero aquí y ahora manifiesta apasionadamente luchar por una Euskadi soberana y socialista.

Respecto a la soberanía de Euskadi no precisa el término de mayores aclaraciones. Si acaso no está de más confirmar que la soberanía es el derecho básico que se desprende de la realidad de cualquier pueblo, en este caso del pueblo vasco. No tiene sentido hablar de nación sin referirse seguidamente a todas las capacidades que comprende el término, entre ellas la de desplegar en plenitud las posibilidades soberanas que se derivan de la existencia nacional. Una nación sin soberanía o es una entelequia o desvela una dolorosa opresión. Como es obvio no es practicable la orientación de la propia vida si no se dispone de ella en plenitud. Vivir libre no es un hecho intelectual sino una emoción totalizante. Hablar, pues, de Estado plurinacional por parte de quienes pretenden seguir con su dominio sobre otros pueblos es una variante de retórica vacua y, en muchos casos, aviesa. Está entre la estupidez y el crimen. Pasemos, pues, a la segunda cuestión, la del socialismo. Sigamos con el método socrático, que es tan elemental.

El concepto de socialismo afecta de modo radical al modo de propiedad. Pero ¿cómo le afecta? ¿Significa el socialismo desposesión intolerante de las cosas que pertenecen al perfil más íntimo del individuo? La defensa de la propiedad como expresión de lo propio, esto es, como disponibilidad de lo que es más próximo para el individuo sólo puede darse correctamente en el marco de la gran propiedad colectiva, que garantiza el goce de lo doméstico. La propiedad no puede ser jamás otra cosa, si aspiramos a la felicidad de los pueblos, que la facultad para elaborar nuestra vida íntima en el marco protector de lo colectivo. Nada surge de ese falso «sí mismo», o lo que es igual, individualmente, si no es a través de complejas relaciones que se forjan en una constante interacción con «lo nuestro», con lo de todos, desde los hechos biológicos a los aconteceres sociales. Para ser dueño individual hay que ser previamente dueño colectivo. Es decir, la propiedad personal no puede extenderse más allá de un límite muy cercano de disfrute. Se es libre como cualquier miembro del cuerpo parece serlo a condición de que el cuerpo exista y pueda proceder como ensamblaje de sus partes constituyentes. De ahí se deduce que la privatización de los medios de producción -desde los medios materiales a los humanos- constituye un acto de usurpación que se opone radicalmente a la libertad y maduración del individuo. A estas alturas de la historia no resulta ya lógicamente concebible como mínimamente honesto y aceptable que el suelo o el aire, que las distintas energías, que los recursos sanitarios o culturales, que el mismo dinero -simple expresión para el intercambio- esté en manos privadas y excluyentes bien a través de la superestructura financiera bien mediante la intermediación del estado o de instituciones creadas para justificar la rapacidad de una minoría. La propiedad privada ha de alimentarse en la gran propiedad colectiva.

Este urgente esquema para edificar un futuro auténticamente humano mediante el socialismo no obrará beneficio alguno si no se dan dos presunciones básicas: el convencimiento del individuo acerca de su estructura colectiva de constitución y la correspondiente decisión de poner en marcha el proceso revolucionario que, pese a sus altibajos en la realización, origine un cambio radical en las mentes y las creencias superestructurales. Mi casa es mía, pero a condición de que no lo sea el suelo. Mi dinero es mío, pero a condición de que lo sea el mundo financiero. La futura democracia o se da en un marco de convencimiento socializante a todos los niveles o no será posible recuperar el espíritu básico del gobierno del pueblo por el pueblo, ya que el pueblo es el principio esencial de la existencia libre de cada individuo. Terminantemente, la libertad no es concebible en un marco de gran propiedad de los medios de producción o de los elementos que proporciona la naturaleza. Hay que decir, como prólogo a cualquier afirmación de este tipo, que el lenguaje ha de recuperar una elementalidad repleta de fuerza o todo se disolverá en la filosofía abstrusa y originada en la creencia de que la humanidad es una máquina guiada por seres excepcionales o dotados de míticas facultades de posesión. La gran paradoja del miedo a perder lo que se tiene es que realmente no se tiene. Sólo el socialismo -prefiero llamarle colectivismo, para evitar contaminaciones- garantiza que sea real la discreta propiedad de lo próximo. ¿Cabe identificar, siguiendo esta dialéctica, lo que significa el socialismo abertzale?

Aclarar esta aspiración socialista -de un socialismo muy vasco- mediante un gran y sostenido debate público equivale a avanzar sólidamente en el segundo postulado del abertzalismo. En Euskal Herria este debate puede resultar particularmente fructífero, ya que hay en la nación vasca una gran tradición de esfuerzo colectivo para levantar las estructuras económicas y sociales que sostienen al pueblo euskaldun en un permanente espíritu de progresismo personal. La nación vasca ha constituído a través de los tiempos un ejemplo vivo de quehacer colectivista sin renunciar a ninguna emoción de lo propio como dato próximo y doméstico. La época de la industrialización, tan ajena emocionalmente a lo euskaldun, alumbró una poderosa propiedad particular de los grandes medios de producción que no brotó del corazón vasco. Por eso hubo de nutrirse de una inmigración en que radica ahora algún problema relevante para la libertad de Euskal Herria como pueblo soberano. Del herrero vasco al gran empresario siderometalúrgico hay un camino adoquinado muchas veces por el imperialismo extraño al país. Madrid no ha querido entender nunca este perfil euskaldun, que hace de la concepción social una tarea muy propia del ciudadano vasco del común. El vasco es depositario de un colectivismo respetuoso con los diferentes disfrutes personales, si estos no interfieren el pensamiento y la emoción colectiva. Los abertzales de la recta observancia parece que anclan ahí sus dos propuestas: la de la soberanía y la del socialismo. Una soberanía con espíritu robusto a pesar del largo agravio del imperialismo español para degradarla -y que vive ahora un momento duro hasta lo brutal- y un socialismo que ha de entenderse no como una restricción de la individualidad, siempre respetada y gozosa, sino como una exigencia de retornar a formas colectivas aquellos bienes fundamentales cuya propiedad no puede resignarse jamás en manos privadas. Euskal Herria ha conservado con decisión unas fibras emocionales en tal sentido y ha demostrado que solamente mediante el ejercicio de las mismas puede aspirarse no sólo a la realización elemental como pueblo sino al robustecimiento material del mismo. Creo que todo esto que digo es mucho más que un sueño.

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