La primera parte está dedicada a los hijos, a los que, independientemente de cual sea su edad (la mayoría son adolescentes), llama «niños». La segunda, está dedicada a las madres, a pesar de que el tono de partida ya era lo suficientemente maternal. No hace falta decir que la película es un homenaje a ellas, basado en la idea de que la suya es una profesión no remunerada y de alto riesgo. La mayoría de las escenas domésticas recuerdan a cualquier reality show televisivo de esos en los que mujeres desesperadas piden ayuda a un educador especial porque no pueden hacer carrera con sus hijos, a los que no comprenden.

Las melodramáticas interpretaciones de Frances O'Connor, Miranda Otto o Deborra-Lee Furness tocan la misma tecla, bajo el común denominador de la impotencia derivada de amar a los seres que han traído a este mundo y no saber cómo comunicarse con ellos. Así, de escenas en las que madre e hija se insultan gravemente se pasa a otras en las que se abrazan emocionadamente. Tal comportamiento se inscribe de lleno en las pautas esquizofrénicas por las que se rige la sociedad actual, y que dan como resultado la disfuncionalidad y desestructuración familiar imperantes. Se trata de un problema universal, al que la realizadora Ana Kokkinos solamente da un toque localista en el segmento dedicado a la «generación robada», la de los niños aborígenes que fueron separados de sus madres nativas y entregadas a familias blancas, y a la que el también australiano Phillip Noyce dedicó una extraordinaria película más en profundidad.