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Jorge Majfud escritor uruguayo

El lenguaje de un presidente

En los últimos días estalló la polémica en Uruguay por una entrevista que el candidato a la presidencia, el senador José Mujica, dio al diario argentino «La Nación» el 13 de setiembre. La discusión se centró en la afirmación de que el senador usó abruptos como «la justicia tiene un hedor a venganza de la puta madre que lo parió» y «en la justicia no creo un carajo».

Ante los posibles réditos electorales que suelen derivar de los escándalos lingüísticos, los candidatos conservadores de la oposición no perdieron tiempo y salieron a las tribunas a mostrar su orgullosa indignación.

El Dr. Alberto Lacalle, el ex presidente que puede disputarle la presidencia al Frente Amplio en el Gobierno, dramatizó sobre el uso lingüístico de su adversario. Apelando a la ternura infantil, presentó el uso de las palabras obscenas de Mujica como un mal ejemplo para los niños y una desautorización ante las correctas maestras de escuela.

Escuchando los discursos del senador Mujica, siempre me asaltan dos reacciones contradictorias. Una, de respeto ante sus habilidades intelectuales a las que suma una cultura ilustrada que deliberadamente oculta detrás de una fachada tipo Diógenes. Otra, cierto rechazo ante el abuso, a veces populista -como cuando presentó el título universitario de alguien no como un mérito, sino como un defecto, como si se tratase de un título nobiliario-, del «choriozaso», de la simplificación extrema de los medios de expresión que en el pasado y hasta ahora le han dado mucha popularidad.

En Uruguay como en Estados Unidos, un lugar común, una vaca sagrada declara que uno debe elegir un presidente «como uno». Pero ese narcisismo, propio de nuestra cultura del siglo XXI, no me sirve. Prefiero elegir a alguien que sea mejor que yo. Creo que el senador Mujica sería, por lejos, mejor presidente que yo y que muchos «hombres comunes». Por eso debería ser presidente, no por ser «como cualquiera». Es lo menos que podemos pedirle al obsoleto y contradictorio sistema de democracia representativa.

Ahora, vamos a suponer, por un momento de delirio lingüístico, que el idioma es lo más importante en la vida de una sociedad. Aún así, en lingüística los prescriptivistas han perdido casi todo el terreno que poseían desde que en 1492 Nebrija escribió la primera gramática castellana para, como el mismo autor lo reconoció, apoyar las fuerzas del imperio que nació de la intolerancia, de la limpieza étnica, religiosa y lingüística. Es decir, de la exclusión, de la exclusividad.

En los países latinoamericanos, los prescriptivistas se convirtieron en policías del lenguaje. Durante la dictadura, en Uruguay se invirtieron inmensos recursos del Estado en una campaña nacional conocida por el lema «hablemos correctamente nuestro idioma» que simplemente consistía en «así no se dice; se dice así». Y punto. Lo paradójico es que en nuestras escuelas los maestros privilegiaban e incluso imponían una gramática y hasta una pronunciación peninsular en desmedro del más antiguo y castellano voceo, asociado a las clases populares. Ni que hablar que estas «prescripciones» van en sustitución de la crítica abierta y suelen ser obra de regímenes dictatoriales (régimen del dictado) donde los seres humanos son tratados como errores ortográficos: se los corrige o se los elimina.

Personalmente, ni siquiera como escritor de novelas, suelo recurrir al «puteo» como estilo. No me interesa, no le encuentro ventajas. Dejo a mis personajes libres de putear, pero yo sólo lo uso en mi casa cuando me martillo un dedo. Según estudios en Estados Unidos, putear ayuda a resistir el dolor.

Pero tampoco me escandalizo por escucharlo de boca de un presidente. De un presidente me escandalizan más sus silencios.

No hay, stricto sensu, formas incorrectas sino formas pobres de hablar. Esto queda demostrado con los mismos discursos críticos que escuchamos horas después de la entrevista de Mujica en «La Nación». Los candidatos que le disputan la presidencia se burlaron del lenguaje y de las ideas del senador Mujica sin ninguna idea y sin hacer gala de ninguna riqueza en el lenguaje. Porque normalmente la riqueza en el lenguaje y las ideas van juntas, se retroalimentan. Por el contrario, escuchamos una plétora de lugares comunes, apelaciones a la patria, al futuro y a la decencia. Es decir, gastadas cantinfladas en sus correctas versiones de caudillos rioplatenses, con el mentón levantado y el recurso infaltable de la anáfora poética, del sentimentalismo romántico, del nacionalismo reciclado. Otros ejemplos gráficos de la decadencia lingüística y social podemos verlo en películas como «La vendedora de rosas» (1998) o «Cidade de Deus» (2002).

Por si fuese poco, no podían dejar de recurrir al más común de los lugares comunes: lo «políticamente correcto». Un defecto que no es exclusivo de América Latina, sino también de los políticos europeos y norteamericanos. La única vez que escuché algo diferente en Estados Unidos fue el 18 de mayo de 2008, cuando Barack Obama todavía era candidato a la presidencia y llamó a una cadena de televisión. En sus mejores momentos, no fue complaciente. Fue la primera vez que vi a un político retar a todo un pueblo que se había escandalizado al escuchar del reverendo Wright que Dios no amaba a América, Dios la condenaba por sus acciones. Si bien Obama estratégicamente tomó distancia de su viejo amigo, también se puso de pie para mirar de frente a ese pueblo que podía quitarle el voto. Y lo retó. A la mañana siguiente un comentarista de televisión ironizó: «el doctor Obama nos ha tratado como si fuésemos adultos».

Cuando Mujica dice que no cree en la justicia, ¿de qué nos escandalizamos? La contradicción sería que diga, como el ex presidente Juan María Bordaberry, que no cree en la democracia, ya que Mujica no es candidato a la Suprema Corte, sino a la presidencia. Las críticas, siempre vestidas de escándalo e indignación, se centraron en la pureza celestial del poder judicial, tal como lo manifestó poco después el candidato a la presidencia, Pedro Bordaberry, acérrimo defensor del pasado político de su padre, el dictador Juan María Bordaberry.

¿Quién seriamente cree que hay un cuerpo del Estado que sea infalible, divino o por lo menos incuestionable? Hasta la democracia toda es cuestionable. Empezando por la falacia de representabilidad que, sabemos, antes que nada representa a los sectores más fuertes de cualquier sociedad, empezando por los lobbies financieros.

El problema no radica en la crítica y desacralización de un sistema imperfecto y frecuentemente corrupto. Radica en que defendemos este sistema sólo porque aún no tenemos en la práctica un modelo mejor para organizar una sociedad. Como entendieron los mismos padres fundadores de Estados Unidos, aquel puñado de filósofos, con sus contradicciones pero aun así una especie rara hoy en día, «todo gobierno es un mal necesario». El estado moderno se creó para garantizar una igualdad de derechos que no existía en etapas anteriores, cuando la igualdad y la libertad no eran valores positivos, sino inventos del demonio, según el pensamiento religioso que dominó Europa hasta bien entrado el siglo XX. Y así como se creó para defender la igualdad de derechos, se lo adaptó para legitimar las desigualdades de hecho.

Reconocer que no se cree en la justicia no es un pecado. El pecado es la demagogia de exigir un acto de fe ante cualquier creación humana. Bastaría con ver los interminables volúmenes de historia que hablan de la injusticia humana administrada por la justicia estatal para reconocer que el abrupto del senador Mujica fue apolíticamente inoportuno pero filosóficamente irrefutable. Si a veces criticamos al senador Mujica de abuso demagógico del método, nada más demagógico que escandalizarse por estos momentos de sinceridad filosófica. Algo que también suele ser común en Mujica y un acto rarísimo en la demagogia de los caudillos tradicionales que se sienten más cómodos en los lugares comunes del discurso social, de escuela primaria.

Ahora, cuando Mujica dice que el reclamo de justicia contra los dictadores tiene «hedor a venganza» y que él no quiere presos ancianos, está en parte de acuerdo con las leyes y la justicias de muchos países.

No obstante, llámese justicia o venganza, lo importante es que se apliquen las mismas leyes a todos por igual, sean obreros, doctores o dictadores. ¿Por qué esas excepciones? Y si un pobre viejito que ha secuestrado, torturado y asesinado puede manejar un auto y puede votar un presidente y hasta puede asustar a un pueblo, ¿por qué no puede ir preso por sus crímenes? ¿Porque es viejito? ¿Por qué ese recurso fácil de bajar la edad de imputabilidad para resolver las debilidades de una sociedad toda?

© Alai-amLatina

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