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Canciones a la libertad, premios a los buenos deseos y castigo a una propuesta de paz

La semana que termina hoy comenzó con el profundo eco que dejó la muerte de Mercedes Sosa, cantante argentina conocida como La Negra, que en vida puso voz a las revoluciones, a los deposeídos, a la lucha de los pueblos, a los exiliados, a la libertad... Una vez muerta, Sosa se ha convertido esta semana en la banda sonora de radiofórmulas y magazines que comercian con todo tipo de mercancías, lo mismo con aspiradoras que con sentimientos. La considerada «Voz de América» ha sido tema de columnistas que una vez fueron «rojos» y que, como recuerda Joseba Sarrionandia en una de sus obras, en su juventud cogieron las armas mientras que ahora llaman a usarlas contra los jóvenes que piden lo mismo que ellos reclamaban entonces: democracia, libertad, derechos... Muchos de esos intelectuales se aferrarán a la idea de que, como bien dice una de las canciones más conocidas de Sosa, «todo cambia/ que yo cambie no es extraño». Pero obvian que «no cambia mi amor/ por más lejos que me encuentre/ ni el recuerdo ni el dolor/ de mi pueblo y de mi gente». La vida les ha dado mucho, sin duda, pero olvidan que en gran parte es a cambio de habérselo quitado a otros. Sus banquetes son a costa del hambre de otros seres humanos, sus constituciones niegan el derecho de otros pueblos a tener la suya propia, sus libertades se basan en la opresión de otras gentes.

Nadie tiene derechos de propiedad sobre los sentimientos. Nadie se puede apropiar de un legado como el de la canción-protesta, el folklore comprometido, o como se quiera denominar el conjunto de canciones y cantantes que van desde la propia Sosa hasta Mikel Laboa, pasando por Silvio Rodríguez o Pete Seeger. Pero tampoco se puede permitir vaciar de contenido los versos que tatarearon los desaparecidos, con los que se duermen los presos, o con los que los exiliados recuerdan su tierra. Vaciar de contenido palabras como libertad o paz es uno de los síntomas más peligrosos de la época actual.

«Paz» no es sinónimo de «no-guerra»

Paz es uno de los conceptos más manoseados y desfigurados en el lenguaje político y moral actual. Quizá por eso resulta tan difícil otorgar un premio como el Nobel de la Paz. El Comité noruego ha otorgado este año a Barack Obama ese galardón. No es, ni con mucho, el menos justificado de los entregados hasta ahora. El mismísimo Fidel Castro ha valorado positivamente el galardón en la medida en que supone una crítica a la política de los predecesores de Obama. Pero no deja de ser cierto que hasta el momento el nuevo presidente de EEUU apenas ha hecho nada más que suceder a uno de los más nefastos imperialistas de historia y realizar promesas de cambio que, de momento, no terminan de cuajar. Las resistencias internas y externas a las que se enfrenta son multiples, y está por ver si este premio ayudará a desbloquearlas o se convertirá en un memorándum de lo que pudo ser y no fue.

Si ya terminó con «Las venas abiertas de Latinoamérica», Obama puede meter en su «gadget» las canciones de Mercedes Sosa. No garantizan conversiones milagrosas, pero pueden despertar conciencias dormidas o, por lo menos, prevenir la autocomplacencia.

Segando olivos a golpe de sentencia

El mismo día en el que se otorgaba el Premio Nobel de la Paz a Obama, la Audiencia Nacional española hacía pública su decisión de juzgar a tres dirigentes independentistas vascos, Arnaldo Otegi, Joseba Permach y Joseba Álvarez, bajo la acusación de «enaltecimiento del terrorismo». El delito del que les acusan es, precisamente, hacer pública una propuesta de paz en 2004.

En el mundo que «heredó» Obama casi nada de lo que pueda pasar con líderes políticos de la resistencia como el kurdo Ocalan, el palestino Haniyeh, el hondureño Zelaya o el checheno Zakayev, entre otros, puede sorprender ya a alguien. Muchos de esos líderes han padecido cárcel o persecución, han sufrido atentados, han conocido el exilio. Todos ellos han sido catalogados de «terroristas», y basta con recordar el bombardeo al que sometió el Gobierno israelí a Yasser Arafat, también Nobel de la Paz, para ser consciente de que la persecución de la disidencia no conoce límites. Pero incluso para estados desquiciados y obsesionados por la seguridad y por el hegemonismo como Israel y Turquía, resultaría incomprensible juzgar a líderes kurdos y palestinos por hacer ofertas de paz. Los gobiernos pueden obviar esas propuestas, conspirar para hacerlas inviables, secuestrarlas o falsearlas... Pero difícilmente podrían hacer de ellas la prueba de cargo en un juicio contra sus promotores.

Sorprendentemente, eso es lo que ha ocurrido con la propuesta de Anoeta, una oferta de paz realizada por Arnaldo Otegi en nombre de toda la izquierda abertzale al pueblo vasco y al Estado español. Bastaba con que el Gobierno de Rodríguez Zapatero la menospreciara o la saboteara, como de hecho hizo. Pero llevarla a los tribunales no es más que una muestra de su demencia represiva y de su debilidad política. De todos modos, la izquierda abertzale ya ha dicho que está dispuesta a ir «más allá de Anoeta». Volviendo a La Negra, creen firmemente que «lo que cambió ayer/ tendrá que cambiar mañana/ así como cambio yo/ en esta tierra lejana».

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