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Lágrimas 94 años después del genocidio

«¿Cómo puedo sentirme? Los turcos siguen diciendo que no hicieron nada, pero todos sabemos lo que ocurrió». Se llama Avedis Demirci -su nombre significa «buenas noticias» porque nació casi de milagro- y tiene 94 años, pero aún se le humedecen los ojos al rememorar la historia que ha perseguido toda su vida.

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Aritz INTXUSTA

Alberto PRADILLA

Vakifli

El 10 de octubre de 2009 quedará como una fecha histórica. Pero a pesar de las aparentes buenas intenciones, el Gobierno heredero de Atatürk sigue negando su responsabilidad en lo que constituyó la primera masacre planificada del siglo de cientos de miles personas, desplazados de sus localidades de origen para, posteriormente, ser aniquilados.

Recientes estudios han llegado a demostrar la participación de futuros oficiales nazis que, posteriormente, aplicarían las técnicas de exterminio en los campos de concentración del Tercer Reich. No obstante, Turquía siempre ha negado todo, rebajando el número de muertos y despreciando los testimonios de las víctimas que sobrevivieron a un proceso que se alargó hasta mediados de los años 20.

Avedis Demirici es uno de los últimos que siguen con vida. Sabe que nunca habría nacido si uno de los alcaldes de los siete municipios armenios que bordean el Musa Dagh (Monte de Moisés) no hubiese abierto aquella carta que sentenciaba a muerte a sus 4.500 habitantes. Era el 30 de julio de 1915. Las órdenes: abandonar sus propiedades y esperar a la llegada del ejército otomano, encargado de una «reubicación» que significaría la larga marcha para 150.000 personas que terminarían enterradas entre la arena y las piedras del desierto de Deir ez-Zor, en Siria. Pero el sello se rompió y Avedis (que significa «Buenas Noticias» en armenio) nació en las montañas, refugiado. Después sería evacuado por tropas francesas, trasladado a Egipto y nuevamente enviado a Vakifli, el último pueblo armenio que sobrevive en Turquía y donde reside actualmente. Hoy, este hombre de vocecilla frágil y menguado por los años es uno de los escasos recuerdos vivos de un holocausto silenciado.

Entre un millón y medio y dos millones de armenios fueron asesinados, aunque el Estado turco sigue negando todo. Queda por ver qué grado de culpa asumen los hijos de Atatürk, que hasta ahora han llevado a los tribunales a todo aquel que ha calificado de Holocausto, con mayúscula, a la matanza sistemática de armenios ocurrida hace casi un siglo.

Exiliado a Egipto con sólo un mes

«¿Cómo puedo sentirme? Los turcos siguen diciendo que no hicieron nada, pero nosotros sabemos qué ocurrió», relata Demirci, que ahora tiene 94 años y que no puede evitar empañar sus ojos mientras relata la misma historia que le ha perseguido toda su vida. Al margen de la huida, el anciano ha pasado toda su vida en Vakifli, ese resquicio armenio en la unanimidad turca de Antakya (Antioquía). Sus hijos abandonaron el pueblo hace años, y él siempre se ha resistido a relatarles los horrores que conoció por boca de su padre. Porque, en realidad, no recuerda nada. Su nombre, «buenas noticias», es parte de la memoria colectiva de lo que ahora se conoce como «los cuarenta días del Musa Dagh». Ese mes largo en el que los vecinos de las siete localidades de la zona se escondieron en las montañas para escapar del genocidio. «Nací cuando supimos que los franceses venían a rescatarnos, por eso mis padres me bautizaron así».

Las cartas, casi esquelas anticipadas, habían llegado a Vakifli y los pueblos cercanos a finales del mes de julio. La matanza ya había comenzado en otros lugares, lo que hizo sospechar a uno de los alcaldes, que abrió el sobre antes de que los soldados otomanos tomasen el valle. Y así salvó cientos de vidas. «Decían que las familias tenían que dejar las llaves de la casa y coger sólo lo imprescindible», relata Demirci, que sólo repite las palabras de su padre. Aterrorizados, los habitantes de las siete aldeas decidieron atrin- cherarse en el monte. Escondidos, sin apenas comida, muchos perdieron la vida durante esos cuarenta días. Finalmente, llegaron aquéllos que él llama allezsenfants en el poco francés que su memoria ha logrado retener: las tropas encargadas de su evacuación. Fue entonces cuando nació. «Cogieron a la gente y la llevaron a Egipto, dando prioridad a mujeres, niños y ancianos», relata. «Nuestra gente quiso ser trasladada con las pocas ovejas que habíamos conseguido salvar, pero no pudimos llevar nada».

Demirci, con apenas un mes de edad, partió hacia Port Said acompañado por sus padres, su hermano mayor y dos abuelos. Un viaje por la supervivencia que se alargaría durante tres años. No fue hasta 1918 cuando los armenios de Musa Dagh pudieron volver a casa. ¿Qué se encontraron a su regreso? «Muchos turcos que no tenían dinero habían ocupado nuestras viviendas. No querían que volviésemos, pero salieron corriendo en cuanto se enteraron de nuestro retorno. Dejaron las casas vacías». Avedis Demirci relata la historia con tono triste, casi ahogado. Los muertos no van a volver y él ha optado por digerir el horror sin transmitir el odio a sus descendientes. Aunque hay una cuestión que crispa especialmente su voz. «Nadie ha pedido perdón. Incluso ahora, los turcos insisten en que no hicieron nada».

Un nuevo éxodo

Aquellos cuarenta días del Musa Dagh y los tres años de exilio egipcio no serían los únicos éxodos a los que tendría que enfrentarse esta comunidad armenia en la que nació «Buenas Noticias» y que en 1915 estaba formada por alrededor de 4.500 personas distribuidas en siete pueblos. Dos décadas más tarde, en 1939, empieza la otra historia, la de Vakifli, la única de estas aldeas que todavía mantiene la cruz tradicional y que se resiste a abandonar sus orígenes. En este caso sí, Demirci recuerda a la perfección cómo los habitantes de seis de las siete poblaciones abandonaron la ladera del monte Moisés cuando en el nuevo reparto del terreno la provincia de Alexandria, entonces en manos sirias, pasó formar parte de Turquía.

«A pesar de que habían pasado muchos años desde ocurrió todo, la gente todavía tenía miedo y todo el mundo se marchó». La aldea de Vakifli se convirtió en el último reducto armenio, aislado y con un dialecto propio. Sólo 35 familias, de las casi 100 que habitaban la zona, aguantaron en sus hogares. El resto no pudo aceptar convivir bajo las leyes de quienes habían intentado borrarles del mapa y se buscaron un refugio en Siria y Líbano. Demirici no puede culparles. Pero tampoco consigue evitar que un «si hubiesen seguido aquí» se le escape mientras señala los pueblos que fueron pero ya no lo son. Él apenas puede caminar, así que es su sobrina, Nazeli Dmirjian, quien se encarga de mostrar la vista de las aldeas abandonadas por los armenios y reconvertidas en pueblos turcos. Al fondo, el monte donde nació Avedis.

«Me gusta mucho esta tierra». Los ojos azules del anciano, que parece que hubiesen perdido el color con el paso del tiempo, vuelven a brillar. «Todo el mundo sabe que en toda Turquía sólo queda una aldea cristiana». Durante el verano, Vakifli se convierte en el centro de peregrinación de la diáspora armenia, diseminada por todo el mundo. En este pueblo, la cruz es otra seña de identidad.

Más allá de la creencia, un símbolo de obstinación. Porque, a pesar del valor sentimental e histórico de esta pequeñísima población, su pirámide demográfica se asemeja a la de un consejo de ancianos. «La gente se marcha del pueblo porque no hay oportunidades», lamenta Demirici. Con un hijo en Canadá, dos repartidos por Turquía y otras dos en Berlín y Frankfurt, sabe de lo que habla. Probablemente su propia historia le obligó a echar unas raíces permanentes en esta tierra en la que, a pesar de todo, ha llevado «una vida feliz».

El armenio es un pueblo que tiene algo de nómada. Comparten con los judíos esa tradición errante y ser víctimas de una persecución que sólo tiene un nombre: genocidio. Pero hasta los hebreos les traicionaron. Y aquellos que deberían de haber mostrado una sensibilidad especial hacia las víctimas de una masacre se han esforzado por monopolizar el término de Holocausto, con mayúscula. No, lo de los armenios era otra cosa, nos dicen. ¿O es que nunca existieron aquellos oficiales nazis que, como han denunciado personalidades como Robert Fisk, realizaron un máster en tratamiento de minorías con aquellos militares otomanos que aterrorizaron a la población armenia?

Los judíos tienen Auschwitz. Y los armenios, las fosas comunes en el desierto de Deir ez-Zor, en el norte de Siria, más cerca de Irak que de la costa que comparten con Turquía. Allí es donde Avedis Demirici o sus padres hubiesen terminado si no hubieran abierto la carta. Y allí, entre la piedra y la tierra, se encuentran enterrados miles de cadáveres. No es necesario rebuscar mucho para encontrar sus huesos en todo el extenso área que rodea a la pequeña iglesia que custodia Hassan, un musulmán escuálido que vive de las propinas de los escasísimos visitantes que llegan para honrar a los muertos.

Fosas comunes en el desierto sirio

Aunque la primera parada es en el propio Deir ez-Zor, la ciudad de los vampiros, donde la vida empieza de noche por no aguantar los más de 40 grados que abrasan las calles polvorientas a media tarde. Otra pequeña iglesia, ésta a orillas del Éufrates, custodia algunos de los huesos rescatados de las fosas comunes. También se exponen las escasísimas imágenes que se conservan de los oficiales otomanos mostrando sin pudor los cadáveres amontonados, los cuerpos colgando tras ser ahorcados.

«Ésta es la capilla de los mártires», explica en un escaso inglés Baroyr, uno de los responsables de la comunidad armenia en la localidad y que se encarga, junto al resto de miembros de la congregación, de organizar el homenaje que cada 24 de abril reúne a miles de personas en el desierto donde sus antepasados más recientes murieron de hambre, sed y agotamiento.

Para Avedis Demirici esta peregrinación fue cita ineludible hasta que la edad le ha obligado a quedarse en casa. Pero la imagen de los huesos enterrados entre pedruscos no se olvida fácilmente. Mazen, sobrino del custodio de la pequeña ermita que recuerda a las víctimas del Holocausto en mitad del desierto sirio, rescata de entre la arena algunos de los restos. Lo hace con un cuidado exquisito, casi con veneración. Y después vuelve a enterrar el osario con suavidad, como tratando de no incomodar a los cerca de 150.000 armenios para quienes este páramo se convirtió en la última parada de su caravana de la muerte.

Que el rencor no va a devolver la vida a los exterminados es una certeza que ha acompañado siempre a Avedis Demirici. Probablemente él, una de las últimas voces que puede hablar en primer persona del genocidio, también se alegre con la firma del acuerdo con Turquía, que permitirá reabrir los pasos que durante tanto tiempo han estado blindados.

Pero el olvido sigue siendo un castigo añadido para unas víctimas que tienen que seguir escuchando esa versión oficial que habla de «disputa» con Ankara sobre el nú- mero de muertos. Como si hablasen de una rivalidad neutra o de un enfrentamiento casual que pudiese solventarse en un partido de fútbol. ¿Calificaría la comunidad internacional de disputa a alguna iniciativa de líderes alemanes que tratasen ahora de restar importancia a los judíos que pasaron por las cámaras de gas y los hornos?

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